Móstoles Insólito: Relato 10. El vuelo eterno de Atzin

Móstoles Insólito: Relato 10. El vuelo eterno de Atzin

Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 10. El vuelo eterno de Atzin

Móstoles es una ciudad multicultural. Recuerdo que cuando era pequeño, apenas había un pequeño grupo de extranjeros viviendo aquí, pero los tiempos cambian y gente de todo el mundo viene a nuestra acogedora ciudad a establecerse.

Yo lo he notado especialmente en nuestra escuela de música en los últimos años, pues algo que antes era inusual se ha convertido en cotidiano, y es que alumnos de muy diversas partes del planeta estudian música con nosotros y nos enriquecen con su cultura y su forma de ver el mundo.

Tenemos alumnos chinos, venezolanos, colombianos, marroquíes y ucranianos, pero hoy en particular os voy a contar una historia que Julio, de origen brasileño, me contó no hace mucho.

Él nació en Brasil, y después de varios años recorriendo parte de Europa por motivos laborales, se ha asentado en Móstoles y, bueno, ha formado una pequeña familia. Hace poco me contaba que cuando era pequeño, le pedía a su abuelita que le contara una y otra vez “el cuento de los tucanes”. El cuento de los tucanes se llama El vuelo eterno de Atzin y dice así:

En el corazón de la vasta y enigmática selva amazónica, donde los árboles susurran secretos y las sombras juegan con la luz, vivía Atzin, una preciosa joven Tupi de piel canela, pelo oscuro como el carbón e impetuoso carácter.

Se enamoró; no fue correspondida. La tempestad de sus emociones la llevó a un abismo insondable y, en un instante de celos, su corazón ardiente la impulsó a cometer un crimen imperdonable. Fue condenada por el chamán de la tribu a vagar eternamente transformada en un tucán, volando entre las copas de los frondosos árboles, un ave de brillantes plumas que la separó irrevocablemente de su humanidad y la entrelazó con la selva que había sido su hogar, y ahora, su condena.

A miles de kilómetros, en Lisboa, João, un joven marinero de mirada soñadora, zarpaba hacia el Nuevo Mundo. Su corazón latía con la promesa de regresar, trayendo consigo un regalo singular para su pequeña hija, Renata, quien lo esperaba con los brazos abiertos. Pero el tiempo, esa fuerza implacable, se convirtió en un enemigo, y la incertidumbre se adueñó de su hogar. João se perdió en la inmensidad de las selvas brasileñas, mientras Renata crecía en un mundo inhóspito sin su presencia. Su ausencia se convirtió en un eco doloroso que resonaba en cada rincón de su ser.

Los años, como ríos caudalosos, arrastraron a Renata hacia el llamado de la aventura. Convertida en mujer, se unió a una expedición decidida a establecer una colonia cerca del Amazonas, con la esperanza no solo de encontrar a su padre, sino también de forjar su propio destino, ese que parecía esquivo. Renata se embarcó.

La selva, un laberinto de vegetación exuberante y peligros ocultos, se convirtió en su maestra y su desafío. Aunque su búsqueda por João resultó infructuosa, su espíritu indomable la llevó a aprender el oficio de cultivar café. Poco a poco, con gran esfuerzo, amasó una fortuna que le permitió erigir una hermosa hacienda, un refugio desde el cual contemplaba puestas de sol que parecían cantar historias de amor y pérdida.

El tiempo, en su danza eterna, convirtió a Renata en una venerable y sabia anciana. En una de esas noches donde las estrellas comenzaban a llenar el firmamento mientras el cielo se vestía de un manto rojizo al caer el sol, divisó a dos tucanes surcando el horizonte. Un pensamiento súbito, como un destello de luz, la invadió: su padre, atrapado en la esencia de un tucán, volaba junto a una nativa llamada Atzin,  la mujer de corazón roto que había tejido su historia. Aquella idea llenó su alma de una paz indescriptible y entonces comprendió que el amor, ese hilo dorado que une a los seres humanos, trasciende los límites de la vida y la muerte.

En ese instante sublime, mientras el sol moría en el horizonte como un amante que se despide, Renata sonrió, cerrando los ojos eternamente, soñando que su espíritu se unía al de su padre y Atzin, y juntos volaban en un eterno abrazo.

A la mañana siguiente, cuando el sol se alzaba invicto sobre la selva amazónica, el cuerpo de Renata, inerte, yacía plácido sobre la vieja madera de teca que cubría el porche de su preciosa casa. Una enorme sonrisa, casi sobrenatural, se esbozaba en su rostro arrugado, como si en su último suspiro hubiera encontrado la paz eterna.

Dos preciosos tucanes velaban su cuerpo desde la barandilla que separaba la casa del camino que serpenteaba hacia el cafetal.

Uno de los tucanes, en un gesto de profundo respeto, se posó sobre el cuerpo de Renata y dejó caer sobre su fría piel una densa lágrima que, como un susurro de la selva, se mezcló con el intenso aroma del café tostado que emanaba de la pequeña fábrica aledaña. De repente, aquella densa lágrima se extendió, mágica y silenciosa, sobre el cuerpo de Renata.

Los ancianos del lugar, con voces entrecortadas por la emoción, cuentan que en las noches despejadas era común ver volar sobre la hacienda de Renata a tres preciosos tucanes. Estos, como guardianes de un secreto eterno, surcaban el cielo, jugando de forma infinita con las estrellas, dejando un rastro de luz y color, recordando a todos que el amor nunca muere, que se transforma y vuela en la memoria de quienes lo han conocido.

*Queda terminantemente prohibido el uso o distribución sin previo consentimiento del texto o de las imágenes que aparecen en este artículo. Suscríbete gratis al

Canal de WhatsApp
Canal de Telegram

La actualidad de Móstoles en mostoleshoy.com