Columna semanal sobre historias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito. Relato 27. Adriana (pelirroja comenabos)

Antes… una reflexión

Aunque Adriana no es un personaje real, tiene un poquito de algunos casos de adolescentes reales que me he encontrado en las aulas durante todos los años que llevo dedicándome a la enseñanza. Adriana podría ser cualquiera de esas chicas —o chicos — que caminan cabizbajos por los pasillos del instituto, que se sientan al fondo de clase y se pierden entre apuntes, pensamientos y silencios. Lleva dentro los miedos, las heridas, las inseguridades y el desconcierto de una edad complicada, especialmente cuando el entorno no acompaña, cuando la familia no escucha, cuando la escuela no entiende o cuando el grupo se convierte en juez y verdugo.

Este relato no pretende escandalizar. Pretende incomodar, remover algo dentro de quien lo lea. Porque cada vez que miramos hacia otro lado ante el dolor de alguien — por pequeño que parezca — contribuimos, sin querer, a que ese dolor crezca. A veces basta una palabra, una mano tendida, una presencia. Otras, ni siquiera eso.

Leer “Adriana” es asomarse al borde de muchas realidades invisibles. Y quizá, al hacerlo, nos demos cuenta de que no estamos tan lejos, de que todos, en algún momento, hemos sido ella. Incluso en Adriana, hay un poquito de mí.

ADRIANA

Ayer salí a caminar. Por la avenida de Portugal, como casi todos los días. No porque me apetezca, sino porque si me quedo en casa, me hundo. A veces caminar es lo único que puedo hacer para no volverme loca.

No eran más de las 10:00 h, apenas pasea casi nadie a esas horas. Casi todo el mundo trabaja. Yo, sin embargo, llevo algún tiempo en casa por depresión, y salir a caminar por las mañanas me ayuda a ir poniendo todo en orden.

Hace meses que ya no pensaba en suicidarme, la medicación que tomo desde hace más de un año parece que hace efecto, y hoy apenas he tomado dos o tres ansiolíticos. Parece que la cosa va mejor.

No camino sin rumbo, pero tampoco tengo muy claro si hay alguien al timón; me dejo llevar. Por cierto, me llamo Adriana, nací en Rumanía y tengo 15 años.

Aunque llevo tres años viviendo en Móstoles, no termino de adaptarme. Quizá que mis padres no me quieran demasiado tenga algo que ver. Que mi padre se ponga “cariñoso” conmigo un día si y otro también tampoco ayuda.

Pero sobre todo, lo que peor llevo son estas enormes tetas, el escurridizo culo que me cuelga bajo la espalda, mi piel blancucha y este odioso pelo naranja fosco y estropajoso que no hay forma de domar por muchas mierdas que le eche a diario.

El idioma ya no es un problema, pero lo pasé mal durante el primer curso, primero de la ESO, que por cierto tuve que repetir; no hubo forma de que me enterase de absolutamente nada, y sin amigos que me explicaran, ni dinero para pagar una academia, el desastre estaba asegurado. Así es la vida, pero… peor es morirse, ¿no?

El caso es que este año he empezado cuarto, y bueno, no pintaba mal hasta que el gilipollas de Aitor empezó a tomarla conmigo.

—¡Eh, pelirroja comenabos! — decía. 

Ya ves tú. Por una vez que se la chupé a uno en los baños del instituto… y ya tengo mote para toda la vida; “Pelirroja comenabos”. Así me bautizó Aitor, con esa risa de imbécil que arrastra a los demás. Y claro, la mala leche se fue contagiando. De cabeza hueca en cabeza hueca, hasta que todo el curso se puso en mi contra.

Lo más bonito que me decían era: “rumana de mierda”, “a ver si te piras a tu puto país”. Y alguno, incluso, se atrevió a ponerme la mano encima. Llegaba a casa con algún morado escondido bajo la ropa. Esa ropa usada que mi madre trae de la parroquia de la Asunción, porque en casa no hay para ropa nueva. Ni para libros. A veces, ni para comer tres veces al día. Pero a mi padre, eso sí, nunca le faltan cervezas en la nevera.

Aquella situación me hizo ponerme muy triste, mucho, mucho más que cuando tuve que dejar mi colegio de Rumanía para venirme a este país de mierda.

No sé ya por dónde iba, perdonad, pero a veces me lío a hablar y pierdo el norte. Ah, sí, iba bajando, despacio, como el que no tiene prisa pues nadie le espera (así me siento yo muchas veces) cuando tropecé con aquellas dos viejas que charlaban de sus cosas junto al carril bici.

Escuché entonces el relato más aterrador que había oído jamás, y mira que a mí, con tan solo quince, ya me han pasado cosas.

Aún resuena en mi cabeza y me corta la respiración.

—Paqui, cuánto lo siento. Mi más profundo pésame.

—Gracias, Loli. Desperté, él no.

Lloré durante semanas. Volví a tomar mucha más medicación. Me encerré en mi habitación y apenas salía. La tristeza me calaba hasta los huesos, y la culpa me asfixiaba sin que supiera muy bien por qué.

A veces, cuando la oscuridad me rodeaba y todo parecía irremediable, pensaba en arrojarme al vacío desde la ventana de mi habitación. Pero es un puto bajo, ni con eso tengo suerte, y al final me quedaba ahí, atrapada entre el deseo de desaparecer y el miedo a hacerlo.

No sé cuánto tiempo más podré aguantar así, con esta sensación de ahogo constante, como si alguien me apretara el pecho sin dejarme respirar.

Me miro en el espejo y no me gusto. Esa chica de pelo naranja fosco, piel pálida, ojos cansados y sonrisa rota… esa soy yo, aunque quisiera ser otra: alguien más fuerte, más valiente, menos sola.

No sé si algún día todo esto mejorará, o si seguiré perdida en este laberinto sin salida. Pero mientras tanto, sigo caminando por la avenida de Portugal, dejando que el viento me arrastre y que el tiempo haga lo que tenga que hacer. Porque, aunque a veces duela, soy tan cobarde que solo puedo seguir adelante, aunque no sepa bien hacia dónde. 

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