Nueva columna de ficción sobre los secretos ocultos en el municipio. Móstoles Insólito: Relato 40. Una tarde de pesca
Aquella tarde de agosto en Móstoles, el sol pegaba con fuerza y las cigarras competían con el rumor de los coches lejanos de la A-5. El Parque Natural de El Soto estaba casi vacío; solo había algunos paseantes con sombrillas y niños jugando en la zona de columpios. Al caer la tarde, en la orilla del lago, dos chavales habían decidido quebrantar una de las normas no escritas del parque: “Prohibido pescar”.
—Tío, como nos pillen, nos cae una multa que flipas —murmuró Dani mientras preparaba el carrete.
—Bah, ¿qué multa ni qué multa? Si aquí no hay ni un alma. Además, ¿qué van a hacer? ¿Quitarnos las cañas? —respondió Javi, sonriendo con ese aire de quien siempre arrastra a los demás a meterse en líos.
—Yo qué sé, macho. Mi viejo me mata si se entera.
—Tu viejo ni se entera, anda. Venga, lanza, que a lo mejor pillamos una carpa de esas enormes.
El anzuelo rompió el agua con un “plop” suave. La superficie del lago volvió a quedar tranquila, apenas surcada por círculos concéntricos. El Soto, a esas horas, tenía algo de misterioso: sombras alargadas, juncos que se mecían, el zumbido de algún mosquito despistado.
Pasaron minutos sin que picara nada. Javi bostezó y encendió un cigarrillo a escondidas. Dani lo miró con gesto de reproche.
—Como te vea tu madre…
—¿Qué va a ver? Está en la playa, tío. —Sonrió, soltando el humo—. Relájate un poco, que pareces un abuelo.
Fue entonces cuando sintió un tirón en la caña.
—¡Eh, eh, que pica! —gritó Javi.
Ambos se levantaron de golpe, emocionados. Tiraron juntos, pero la resistencia era rara: demasiado pesada, demasiado fija. Nada de aleteos ni sacudidas.
—Eso no es un pez, tronco. Has enganchado una rama —dijo Dani, tratando de soltar el hilo.
—¿Rama? ¡Si esto pesa un huevo!
Con esfuerzo, lograron arrastrar hasta la orilla un bulto oscuro. Entre algas y barro apareció un zapato, un viejo mocasín de piel ennegrecido por el agua. La suela colgaba medio despegada. Lo aterrador fue lo que vieron dentro: un hueso largo, amarillento, aún encajado en la horma.
Dani dio un salto hacia atrás.
—¡La madre que me…! Eso es… eso es un pie, tío.
—No jodas.
—¡Que sí! ¡Míralo!
El cigarrillo de Javi cayó al suelo. El chaval, que siempre presumía de valiente, se quedó pálido como una hoja.
—Tenemos que llamar a la poli.
—¿Y si piensan que ha sido cosa nuestra?
—¿Cómo va a ser cosa nuestra? ¿Acaso vamos matando gente y tirándola al lago? Venga, saca el móvil.
Con las manos temblorosas, marcaron el 091.
La primera patrulla llegó en menos de diez minutos. Dos agentes uniformados se acercaron, desconfiados, hasta que vieron el zapato sobre la hierba. Uno de ellos, un veterano de bigote canoso, frunció el ceño.
—Apartaos un poco, chavales. Y no toquéis nada más, ¿está claro?
—Nosotros solo estábamos pescando —se defendió Dani—. Lo hemos enganchado sin querer.
—Ya, ya. ¿Y sabíais que aquí está prohibido pescar?
—Sí, bueno… —Javi bajó la mirada—. Pero eso es lo de menos, ¿no?
El agente suspiró.
—Eso es lo de menos, sí.
En cuestión de media hora, la zona se llenó de coches patrulla, cintas amarillas y curiosos que se agolpaban para ver qué pasaba. Un equipo de la policía científica se desplegó al poco y comenzó a sacar más restos del agua. A cada hallazgo, los murmullos crecían.
Un inspector de mediana edad, con traje claro y corbata floja, se acercó a los chavales.
—Soy el inspector Muñoz. Necesito que me contéis exactamente cómo lo habéis encontrado.
Javi y Dani repitieron la historia, interrumpiéndose el uno al otro. El inspector tomó notas y luego los miró fijamente. Después se acercó a ver el cadáver. Algo de lo que vio en la escena del crimen hizo que una lágrima le corriera por la mejilla. Tras unos segundos de silencio, volvió hacia los chicos.
—Habéis hecho lo correcto. Ahora iros a casa y no habléis con nadie más hasta que os llamemos. ¿Entendido?
—Sí, señor —dijeron casi al unísono.
La noticia corrió como la pólvora. Al día siguiente, en la redacción del periódico Móstoles Hoy, el periodista local Aitor Bris recibió el aviso de un colega: “Han encontrado un cadáver en el lago del Soto. Llama a la comisaría de la calle Granada, que lo tienen ellos”.
Aitor llevaba años cubriendo sucesos en Móstoles. Sabía que muchas veces las historias quedaban en nada, pero algo en su instinto le dijo que esta vez era diferente.
Se plantó frente a la comisaría y esperó. Cuando vio entrar al inspector Muñoz, lo abordó:
—Inspector, soy Aitor, de Móstoles Hoy. ¿Qué me puede contar de lo del Soto?
—Nada, de momento.
—Vamos, hombre. Solo un titular. ¿Es un homicidio?
Muñoz lo miró con cansancio.
—Lo único que puedo decirte es que hemos encontrado restos humanos. El resto está en manos de la científica. Y ahora, si me disculpas…
Pero Aitor era persistente. Comenzó a tirar de hemeroteca y encontró una noticia breve de 1994, de apenas unas líneas, que hablaba de la desaparición de Teodoro Delgado, conocido como “Teo”, dueño por aquel entonces de unos famosísimos recreativos en la calle Las Palmas. Suficiente para tirar del hilo.
El recorte era vago, pero encendió la chispa.
Durante las semanas siguientes, Aitor entrevistó a antiguos vecinos. Todos recordaban a Teo:
—“Era un tipo simpático, pero siempre con la copa en la mano.”
—“Decían que se había metido en líos con las tragaperras.”
—“Una noche cerró la sala y ya no volvió a abrir. Desapareció como si se lo tragara la tierra.”
Los rumores pintaban un cuadro turbio: deudas, amenazas, amistades peligrosas. El hallazgo en el Soto parecía encajar con la teoría de un ajuste de cuentas.
Hasta que llegaron los resultados del forense.
El informe era claro: los huesos no mostraban signos de violencia. No había fracturas compatibles con golpes ni cortes de arma. Solo daños propios de la larga inmersión en el agua. En el cráneo, sin embargo, había una fractura en la zona occipital, perfectamente explicable por una caída accidental.
El inspector Muñoz convocó a Aitor en la comisaría, consciente de que la noticia iba a salir sí o sí.
—Mira, Bris, sé que vas a publicarlo. Así que prefiero que lo cuentes bien.
—Le escucho.
—No fue ningún ajuste de cuentas. Todo apunta a que Delgado, borracho como tantas veces, decidió caminar hasta el Soto aquella noche. Se acercó demasiado al borde, perdió el equilibrio y cayó al agua. El alcohol hizo el resto.
Aitor tomó nota, sorprendido.
—O sea, que treinta años de rumores por nada.
Muñoz asintió.
—Los rumores siempre hacen más ruido que la verdad.
El domingo siguiente, Móstoles Hoy abrió con el titular:
“El último juego de Teo: hallados los restos del dueño de Insert Coin en el lago del Soto”.
El artículo de Aitor relataba la historia completa: el hallazgo casual de dos chavales pescando, la investigación policial y el desenlace que desmontaba décadas de mitos.
En el barrio, la noticia corrió de boca en boca. Los que habían jurado que Teo era víctima de la mafia bajaron la cabeza. Otros se encogieron de hombros: “Tampoco me extraña, con lo que bebía”.
Y así, treinta años después, el lago del Soto devolvió un secreto que nunca debió convertirse en leyenda.
Los chavales, que aún no salían de su asombro, pasaron días evitando el parque. Cada vez que alguien mencionaba lo ocurrido, ellos callaban, con la sensación de haber sido protagonistas de algo más grande de lo que podían entender.
Al final, el Soto volvió a la calma. El agua siguió reflejando cielos de verano, niños lanzando migas a los patos y parejas paseando al atardecer. Pero, para quienes conocían la historia, aquel lago dejó de ser solo un lugar de descanso. Era, también, el guardián silencioso de un hombre olvidado, de su soledad, de una caída absurda convertida en misterio.
Lo que nadie descubrió jamás es que Teo, aquella noche, antes de caer al lago, le había prometido a su amante de entonces, el inspector Muñoz, que nunca volvería a beber.
—
Si necesitas algo más, aquí estoy.
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