Nueva columna dominical de historias ficticias ambientados en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 6. El Reloj de la plaza
Había crecido escuchando las historias que su abuelo Joaquín solía narrarle, entre otras, la del reloj de la plaza. Le contaba,como a él le habían contado, que aquel antiguo reloj que se erguía desde hacía años en la pared del ayuntamiento sobre el escudo, no siempre había estado ahí. Al parecer, aquel antiguo reloj de piedra que lucía en la fachada desde 1971,había permanecido hasta entonces olvidado en un viejo almacén. Nadie recordaba e origen de la leyenda que decía que aquel reloj de piedra tenía la extraña capacidad de detener el tiempo.
Claudia caminaba una mañana por el centro cuando sus oídos se vieron atrapados por el murmullo de dos ancianas que, preocupadas, murmuraban en voz baja. Discreta, se acercó lo suficiente para escucharlas. Hablaban de que el reloj de la plaza había dejado de funcionar la noche anterior,justo en el momento en que ocurrió el gran apagón.
Impulsada por la curiosidad, Claudia se encaminó hacia la plaza y pudo comprobar que lo que decían las vetustas mujeres era cierto. Encontró el reloj parado. El universo había decidido detener su marcha. Sus ojos, atónitos, se perdían en aquella imagen cuando un anciano con sombrero de paja y aspecto de campesino, que se presentó como Andrés, le habló.
— Cuentan que cada generación tiene su elegido. El tiempo ha cesado su curso, y pronto todos nos enfrentaremos a las consecuencias. Alguien debe hallar el corazón del reloj y restaurar su poder — susurró el anciano como si sus palabras fueran el eco de un destino inminente.
Claudia sonrió, pensando que las palabras del anciano eran una simple broma, pero al girarse para responderle, su figura se había esfumado. Regresó a casa, inquieta, y por miedo al
que dirían, no compartió con nadie lo ocurrido. Esa noche, el sueño se le escapó entre los dedos. Las palabras del anciano resonaban en su mente una y otra vez como un mantra.
A la mañana siguiente, al despertar, un mundo insólito se desplegó ante ella. Al cruzar el umbral del salón, el aroma del desayuno se entrelazaba con una atmósfera de asombro.
Su hermano, atrapado en el hechizo de un videojuego, permanecía rígido, congelado ante un universo de píxeles que danzaban en la pantalla. Su rostro reflejaba una extraña mezcla de ansiedad y excitación. En la cocina, su padre, petrificado, servía un café humeante, como si el tiempo hubiera decidido detener su marcha. La leche, suspendida en un instante etéreo, flotaba en el aire, mientras un vapor denso permanecía impasible sobre el tostador metálico. Su madre, en el despacho, atrapada en un mar de distracciones, aguardaba inmóvil con la mirada fija en la pantalla, intentando dar respuesta a un enigma de cifras e indicaciones
que había quedado sin resolver.
Apresurada, en pijama y con las zapatillas de estar por casa, salió al rellano y llamó al ascensor. No obtuvo respuesta. Nerviosa, bajo las escaleras hasta el portal a toda velocidad y salió a la calle. El panorama era desalentador. Todo, absolutamente todo, había quedado atrapado en un instante eterno.
Nada más abrir el portal, encontró a Sombra, el gato de los Pérez Villamil, detenido sobre la acera mientras comenzaba a saltar, con sus patas delanteras ya en el aire y fijando su mirada en una de esas ruidosas cotorras que se habían instalado en el barrio. Solo unos pasos más adelante, con su mano alzada en un saludo eterno, Petra, apoyada en su
andador, se despedía de Manolo, el del cuarto, que se iba a trabajar al taller. Ambos también estaban sorprendidos por el tiempo, esculpidos e inertes.
La joven continuó su camino. No tardó en llegar al polideportivo, donde un grupo de jóvenes jugaba al baloncesto. Parecían haber sido cubiertos con cera. El balón se detenía a solo unos centímetros de la canasta, mientras los chavales, con risas contagiosas y rostros de emoción, permanecían inmóviles, como marionetas contemplando el espectáculo. Justo enfrente de aquel parque, al otro lado de la calle, a través de la ventana, pudo ver a Goyo, el camarero del bar donde solía desayunar algunos domingos, que, con una amplia sonrisa, sostenía una taza de café a medio servir, mientras Carlos, el de la tienda de cómics, esperaba ansioso su dosis de cafeína. Ambos, impávidos y carentes de movimiento.
Siguió andando a paso apresurado hasta que llegó a la plaza del ayuntamiento, donde, como en un extraño museo, las personas que antes paseaban ahora lucían atrapadas en un ritual de lo habitual: una mujer con el teléfono en la mano, inmóvil en su lectura; un hombre en bicicleta, con una pierna levantada, como si estuviera a punto de arrancar; un niño que corría, a punto de estamparse contra el suelo, con una mueca de miedo pintada en su rostro. Todo a su alrededor era un mundo de silencios y gestos congelados, una galería de vidas detenidas en un lapso surrealista.
Claudia, en medio de este espectáculo, se sintió como una intrusa en un sueño, donde el tiempo había decidido detenerse. Estaba sola en un paisaje de perplejidad y asombro.
Movida por un impulso irrefrenable, extendió la mano, deseando con fuerza tocar el reloj desde la distancia. En ese preciso y precioso instante, una corriente de energía la envolvió y la transportó, como por arte de magia, a un vasto salón donde unos gigantes engranajes habían olvidado cómo seguir girando. En el centro de aquella sala, un enorme péndulo dorado estaba detenido; no oscilaba con su habitual precisión hipnótica. Claudia, sin saber cómo, estaba en el corazón del reloj y debía ajustar el péndulo para restaurar el flujo del tiempo. Sopló entonces tan fuerte como pudo, con todas sus ganas. Aquel enorme trozo de metal volvió a moverse. Después, de forma súbita, fue transportada de nuevo a la plaza.
Apenas pasaron unos instantes cuando el reloj comenzó a latir de nuevo. La ciudad despertó del letargo y un nuevo amanecer renovó la vieja ciudad de Móstoles. Claudia, con el corazón latiendo de emoción, supo que había sido testigo de algo extraordinario. Andrés, aquel anciano de mirada limpia y sombrero de paja, de repente apareció de nuevo a su lado y la sonrió con una satisfacción que parecía abarcar siglos.
— Has traído de vuelta el tiempo —dijo, con un susurro de admiración —. Tendremos, por fin, nuevas historias que volverán a ser contadas. La ciudad lo necesitaba.
Después, caminando entre las bulliciosas calles de la ciudad, regresó a su pequeño piso, donde encontró a su hermano jugando a la consola, a su padre terminando de desayunar mientras la radio sonaba de fondo, y a su madre, inmersa en la rutina laboral, tecleando enérgicamente sobre el ordenador portátil. Suspiró aliviada y saludó a todos y cada uno de los miembros de su familia, esbozando una sutil sonrisa.
Aquella adolescente, que soñaba con ser escritora, tenía la certeza de que había vivido una gran historia, una que merecía ser contada. Entró en su pequeño y desordenado cuarto y comenzó a escribir: “Érase una vez la historia de una joven soñadora y su lucha contra la implacable rutina y el inexorable devenir del tiempo…”.
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