Nueva columna semanal ideal para estas fechas tan significativas. ¿Quién anda ahí? Móstoles. Aguinaldo y magia

Hay quien dice que la ilusión de esta época se vive cuando eres niño. Después, la vida comienza a pesar y la experiencia nos doblega y nos desilusiona. Mantenemos la llama encendida en los niños sabiendo que no arde más fuego en nuestro interior que la llama avivada por su inocente rostro ilusionado. Sin embargo, la capacidad de ilusionarnos se encuentra siempre dentro de nosotros, los mayores solo adornaron el contexto, pusieron el ambiente y nos llevaron a ver lugares, personajes y actividades hermosos, de luces y de colores. Y los valores se encontraban en ese ambiente. Nosotros, aquellos niños, nos ilusionábamos con cada detalle y cada momento; nos sentíamos felices de vivir toda aquella magia y de hacerlo con las personas que más amábamos. Incluso procurábamos ser buenos con los demás, ya no por los regalos, sino por participar de toda esa magia temporal, por ser uno de esos adornos en el árbol, una de las figuras en el Belén o uno de esos niños que se acercan a Santa Claus o a los Reyes Magos y, sentados en su regazo, escuchan sus voces graves hablándoles con cariño.

Llegados días como el presente, cercanos a la Nochebuena, una de mis hermanas nos instó a salir a pedir el aguinaldo. Siempre tuvo ideas un poco alocadas para lo retraídos que éramos todos, pero comenzamos a seguirla de manera paulatina en cada salida hasta llegar a juntarnos los seis hermanos en alguna ocasión. Fueron tiempos divertidos. Una de las mayores llevaba una guitarra, otra una flauta; yo, una melódica, y la menor, que entonces tendría unos seis años, movía una pequeña pandereta rosa que después ofrecía a los oyentes para que depositaran en ella el aguinaldo. Recorríamos los portales piso por piso y vivimos muchas experiencias emocionantes, entre las cuales cabe destacar la ocasión en que llamamos a una casa y un perro comenzó a ladrar de una manera tan agresiva que salimos corriendo por las escaleras tropezando unos con otros. La pequeña se quedó atrás medio llorando hasta que una de mis hermanas regresó a recogerla. Todo sucedió en un instante y acabamos riendo tan pronto pasó el susto. En otra ocasión, entramos en un comercio en el que nos dieron unos caramelos y, al pasar al comercio contiguo, nos encontramos con las mismas personas tras el mostrador. Nos dijeron: «Somos los mismos». Entre otros efectos sonoros, el hombre pronunciaba con una peculiaridad que transformaba sonoramente la «i» en una «e» y nos pareció entender «somos los memos». Esto nos hizo reír durante media tarde hasta el punto de recordar aquella anécdota durante años. Lo cierto es que se comportaron muy con nosotros y fueron muy amables, eso lo recuerdo con mucho cariño. Había muchas cosas nuevas en todo aquello, pues conocíamos a personas diferentes y, sin darnos cuenta, aprendíamos mucho sobre las relaciones humanas, sobre el mundo y acerca del ser humano. Nos preparábamos bien los villancicos en casa para que sonaran bien y cantarlos enteros. Comenzábamos a cantar tan pronto abrían la puerta y en ocasiones nos la cerraban apenas iniciar las primeras notas, pero lo usual era escucharnos tanto si nos daban aguinaldo como si no. Algunos nos daban alguna moneda, otros dulces. Nosotros éramos felices con cualquier detalle y llegamos a ansiar salir de nuevo al día siguiente. Hacíamos cambios para que sonara mejor y para adaptarnos a la experiencia que íbamos teniendo. Aquel año, el más emotivo de todos, llegamos a reunir una suma suficiente como para comprar lo que nos pareció la mejor idea, ya que el aguinaldo era de todos. Así, compramos la caja más grande de Juegos Reunidos. Traía más de cincuenta juegos y era algo que podríamos compartir, ya que cualquiera de nosotros podría jugar con ellos. Posiblemente, haya sido el acto más bondadoso y bello que hayamos tenido los unos con los otros. Y aquellas salidas han podido ser lo mejor que hemos hecho nunca juntos. Aún perduran en mi corazón y pienso que estos días previos a la Navidad tienen que ver mucho con esto, con la fraternidad y con darse, más que con creencias religiosas o hábitos consumistas.

Nuestra costumbre duró un par de años apenas. El año siguiente a aquel tratamos de mantenerla, pero pronto pareció que hubiéramos crecido ya para esos «ridículos» y hubiésemos comenzado a perder esa ilusión y, desde luego, la llama que debía avivarla. Así perdimos la tradición de salir a pedir el aguinaldo. Apenas un par de décadas después dos amigos de apenas trece años llamaron a mi casa y se limitaron a pedir el aguinaldo sin ofrecer siquiera a cambio un villancico. Aquella fue la última vez que viví —por decirlo de alguna manera— la tradición del aguinaldo. Pensé en hacerlo solo alguna vez, ya pasados los treinta años. Tomar mi guitarra y recorrer los pisos y los comercios, pero me frenó la realidad, mi exceso de realismo más bien y esa sensación de «ridículo» que pesa como una armadura oxidada. Comencé a encontrar argumentos para no hacerlo —falsos y verdaderos— y la última llama pereció bajo la humedad y el frío del clima.

Nadie se aprende una letra y se prepara varios villancicos para ofrecerlos a los demás, para animar un momento a los otros y dibujar una sonrisa y una emoción tierna. Mi antiguo compañero y viejo amigo, Alejandro Alejo, organizó esta semana un tradicional concierto de villancicos en la parroquia de Nuestra Señora de la Consolación, en memoria de su padre, Ángel Alejos. Un acto emotivo y desinteresado. He reflexionado sobre la razón por la que no pueden recorrer las calles estos actos tradicionales y, sobre todo, por la causa de perderse tradiciones que mantienen vivos los valores. Pandillas pequeñas de hermanos y de amigos trabajando un repertorio navideño, esforzándose en que suene bien, para llevar sus voces, su ilusión y su alegría a otras personas (vecinos, comerciantes o, incluso, viandantes), sin esperar a cambio más que una moneda, unos dulces o una sonrisa.

Quizá tener dinero no fuera tan sencillo como ahora y se valorase más una pequeña moneda. La mayor de mis hermanas podía tener dieciséis o diecisiete años, yo contaba once o doce años y mi hermana pequeña era la menor, detrás de mí. Salíamos cuatro o cinco de nosotros. No nos movía nada más que la ilusión de cantar villancicos para los demás, la ilusión de mantener una tradición con la que sentir la Navidad dentro de nosotros y a nuestro alrededor, y el ímpetu de divertirnos. No era un sentimiento religioso sino espiritual. Nos divertíamos, sonreíamos y disfrutábamos con la alegría de los demás y la propia; de las calles, las personas y el ambiente que envolvía cada instante y cada rincón como si fueran polvos mágicos invisibles multiplicándose en el aire.

Escribo estas líneas y las interiorizo preguntándome qué fue de todo aquello en mí. Cada uno podemos relatar una larga historia repleta de narraciones dolorosas, «realistas», frías y húmedas con las que apagar, incluso sin percatarnos de ello, todo aquello que nos ilusionaba y en lo que no nos hacía falta creer porque, sencillamente, lo sentíamos. Hoy necesitamos argumentos y muchos no los encontramos. Es comprensible que así sea. Sin embargo, salir a la calle y recorrer lugares emblemáticos de esta época, como el mercadillo de la Plaza del Pradillo, el Navipark o los poblados navideños, la casita de Papá Noel o el campamento de los Reyes Magos, y observar a los niños y a muchos adultos disfrutar del momento ilusionados y llenos de luz, puede reavivar un poco la llama que ocultamos en nuestro espíritu cansado y hacer prender esa pequeña y acogedora hoguera.

Pienso que no es necesario creer, solo hay que permitirse sentir. Quizá tampoco este año llame nadie a la puerta para pedir el aguinaldo, tal vez podemos enseñar a nuestros hijos, transmitir la tradición y los valores; es posible comenzar por nosotros mismos, por alegrar nuestro espíritu con un acto sencillo como tomar unas castañas calientes mientras caminamos en buena compañía por las transitadas calles. Podríamos cantar villancicos con ellos, con nuestros hijos, con la familia y con los amigos. Podríamos colaborar en hacer un christmas gigante y colgarlo en la pared del salón, dejarnos llevar por la creatividad y ser algo alocados. Hay que serlo para pedir el aguinaldo, para llevar a desconocidos un poco de Navidad y un tanto de alegría y dibujar sonrisas en los demás. La felicidad tiene que ver un poco con eso, con formar parte de una ilusión común y de toda esa magia en el ambiente que, como polvo invisible, prende en nuestro espíritu y mueve nuestras emociones.

Os deseo unas felices fiestas, queridos lectores. Lo hago de corazón y con una sonrisa ilusionada. Disfrutad del tiempo y sed niños, avivar la llama y dejad que el fuego prenda para darnos calor. Mis mejores y más sinceros deseos para vosotros y vuestras familias.

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