Nueva columna semanal sobre la primavera y los recuerdos en Móstoles. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Amigos nuevos
No soy un admirador de la primavera. Mi tiempo es el otoño. Entre ambas estaciones hay una diferencia similar a la existente entre una ida y una vuelta. El camino por recorrer es el mismo, solo que la Naturaleza reverdece a la ida y amarillea a la vuelta. Todo sigue siendo vida. Amarillear en primavera no me impide disfrutar de la algarabía de colores y de la intensidad vital de las plantas y sus flores, de la claridad de un cielo esplendoroso, de las brisas y de la veleidosa temperatura ambiente. Ahora encapotado, ahora despejado; ahora frío, ahora calor. Cuando comienzan los primeros síntomas en el aire, enseguida preveo la llegada de lo que vengo denominando «tiempo de pellas» desde mi época de estudiante en el I.E.S. Manuel de Falla, mítico instituto de Móstoles, como conocéis la mayoría. Entonces, todo era escapar de las clases a los jardines de las inmediaciones en este tiempo primaveral. Quizá no todo, pues aún quedaban los exámenes finales, pero la tentación del ocio y el exterior provocaban con mayor entusiasmo y vehemencia al mínimo instinto de responsabilidad de aquellos que permanecían en el interior. Paseo por las calles en marzo y, en un momento dado, pienso: «huele a pellas».
Así comienza la primavera habitualmente, con el olor a estiércol para abonar los jardines, la subida de la temperatura y la amigable batalla del sol con las nubes del invierno. Al tiempo de estas variaciones, han comenzado a aparecer bancos por toda la ciudad este año. No se percibe su ausencia hasta descubrirlos un día, separados por unos metros de distancia, en un emplazamiento hasta entonces despejado. Alguno de estos bancos cuestiona en silencio su insólita ubicación, como si hubieran sido castigados a no cumplir su cometido, pero la mayoría agradan incluso a la vista, como si fueran el familiar querido en casa. Cuando nos encontramos por el camino, los unos y los otros me producen cierta nostalgia. Aficionado a la fotografía, he aspirado con frecuencia a extraerles el alma con la cámara. Algunos parecen hablar en su quietud, son como personas calladas e inmóviles, como una estatua de Wilde relatando un cuento; otros son como buques encallados en el arrecife o varados en la arena. Ninguno está siempre desocupado y, cuando alguien se sienta o se apoya siquiera un momento en alguno, las sensaciones que emana el banco son diferentes, se amalgaman con las sensaciones que proyecta la persona que se detiene en él, máxime si se trata de alguien en soledad.
La aparición de estos bancos en Móstoles ha coincidido con el regreso de su popular Ruta de la Tapa, con sus fiestas, eventos y actividades conmemorativas del alzamiento contra las tropas napoleónicas, las tradicionales fiestas del agua y un sinfín de celebraciones, culturales y de índole diversa, que nos mueven a salir a la calle, a hacer pellas y a sentir la vida a través del sol y de un clima apacible. Los bancos reverdecen nuestra ciudad y la contemplan como árboles de sabiduría, que bien podrían —como digo— narrarnos historias de toda índole. Una ciudad como Móstoles, histórica y colmada de vida desde todos los prismas, constituye en sí misma el alma de una cultura. Móstoles reverdece y amarillea con los mismos pulsos vitales. Los bancos que acaban de llegar aún son jóvenes para saber. Me he sentado en uno y he comenzado a relatarle como era su entorno hace años y cómo eran las cosas y cómo son, aclarando que son mis percepciones, mi experiencia y mis emociones, claro. No soy alguien sabio, pero hemos disfrutado de una tarde agradable.
De aquí a unos años, quién sabe si antes, incluso, será él quien hable a otros en algún momento, no solo del entorno sino de los sentimientos, que, a fuerza de trivializarlos y estigmatizarlos, los dejamos algo de lado con demasiada frecuencia. Dime algo, ¿te atreverías a sentarte en la arena a jugar?, ¿te sentarías en un banco a charlar y a contemplar el paso del tiempo y de las personas, a observar atardecer el cielo o deleitarte con tu respiración pausada, a sentirte en paz siquiera unos instantes? Vivimos inmersos en las prisas y el ruido, un banco invita a emerger de ese alboroto y asomar nuestros sentidos al exterior, a los jardines de las pellas, a permitirnos sentir nuestra sonrisa sin necesidad de curvar los labios ni variar un músculo de nuestra expresión. Me senté en aquel banco camino de unas obligaciones a las que llegué a destiempo, también retrasé unos quehaceres para el día siguiente. Nada ni nadie sufrió por las consecuencias de aquel momento vital. No es la primavera, también el otoño llena de vida cada rincón. No son las estaciones ni los años. Quizá se trate de la manera en que nosotros recorremos los caminos de ida y de vuelta, nuestra actitud, nuestro espíritu, nuestro peculiar modo de sentirnos en el camino y de sentarnos en un banco a degustar el aire y la luz. ¿Cuánto hace que no compartes un banco con un desconocido para charlar? ¿No lo has hecho nunca? Aún nos queda esa asignatura pendiente. No requiere hincar codos ni encerrarse en un aula. Sal a la calle, pasea, no andes deprisa, con un tiempo y un destino. Pasea, mira a tu alrededor, contempla tu ciudad, su cielo, sus calles… en cada estación del año, durante cada año. Ella es quien acoge tu vida en su seno y te ofrece los mejores rasgos de quien ahora eres. Han llegado estos días a la ciudad y juntos somos más vida. Un banco vacío desea ser ocupado, desea hacer amigos nuevos.
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