Un viaje por las rutas, vivencias y espíritu creativo que marcaron una adolescencia irrepetible. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Aquellas huellas

Los tiempos de estudio son los que más huella nos dejan. No deja de resultar algo llamativo con todas las experiencias gratas que han podido marcarnos de manera más profunda en el transcurso de la vida. Los tiempos de colegio y de instituto son épocas que nos configuran de manera significativa y determinante. Los compañeros, los profesores, las instalaciones, las vivencias y los suspiros provocados por los amoríos, en lo general imposibles.

Sigue sorprendiéndome aún la facilidad con la que afloran mis recuerdos de instituto y me pregunto por el motivo de que aquel edificio prefabricado acuda a mi mente con tanta frecuencia y de manera tan emotiva. El edificio como emblema, pues no se trata solo del edificio sino de todo lo que conlleva pensar en el Instituto Manuel de Falla, en el que fuera el instituto de Bachillerato número dos en la década de los setenta. El número uno acabó renombrándose como Instituto Juan Gris y fue el primero en ofrecer turnos de mañana y tarde y clases nocturnas.

Edificios de color naranja y gris con los radiadores colocados en el techo para evitar vandalismos, lo que inutilizaba su función primordial. Así, el frío en las clases dificultaba incluso escribir en algunas ocasiones, habida cuenta de que tampoco se conectaba la calefacción dada la ineficacia de los radiadores, otrosí del necesario control de gastos. Profesores y alumnos permanecíamos en las aulas con el abrigo y la bufanda puestos y ceñidos, e incluso con guantes. No fue hasta mediados de los ochenta que, al fin, colocaron los radiadores en su sitio. Los bajaron del techo y los pusieron en el suelo, además de comenzar a encenderlos, lo que supuso un importante alivio para todos.

Cabe recordar también los largos paseos de adolescentes caminando hacia el instituto desde Estoril II y los barrios aledaños, principalmente, que es donde vivíamos la mayoría. Bajábamos por la calle Velázquez, siendo la puerta del polideportivo Iviasa un punto de encuentro regular, cruzábamos las vías del tren por el puente metálico pintado de minio, con dos largas y estrechas pendientes contrapuestas para subir y bajar de la plataforma, algo más amplia, por la que cruzábamos al otro lado. De ahí en adelante, todo era barro cuando llovía, salvo por una carretera precaria de acceso a la Urbanización El Recreo.

Al poco de andar aquel trecho, bajábamos un pequeño terraplén de tierra, desviándonos de la calle Velázquez y atravesando parte de lo que hoy es el Jardín de Los Planetas, y nos dirigíamos hacia la carretera de apenas dos carriles, que hoy es la holgada calle Granada. En esa excursión, pasábamos cerca de un riachuelo mal oliente, sobre todo a primera hora de la mañana, que recordaba a un lugar furtivo y sombrío con el vapor emanando de las aguas debido al contraste térmico.

Dejábamos atrás el riachuelo caminando cerca del edificio de Investrónica y cruzábamos la carretera enfilando seguidamente hacia el instituto, al que entrábamos saltando el cercado metálico por la zona de las canchas de baloncesto o bordeando el mismo hasta la entrada principal cuando el terreno estaba seco.

Las rutas dependían siempre de la lluvia, de que los campos estuvieran secos o embarrados. No existía la plaza de los Héroes de La Libertad ni la prolongación de la calle Velázquez a partir de ella. Aquello seguía siendo terreno silvestre, igual. La ruta opcional era caminar la calle Murillo y enfilar la llamada actualmente Avenida de Iker Casillas, siguiendo, en parte, la ruta de la Blasa. Más largo y cómodo de patear, muchos tomaban ese camino los días de lluvia si no cogían la Blasa, en la que no cabía un estudiante más ni subido a los estribos y que costaba tres duros (quince pesetas).

Al ser más largo el camino, implicaba madrugar más y salir antes de casa, algo que no todos lograban siempre, llegando a preferir saltarse la primera hora; eso sí, los pasos pisaban calles adoquinadas y suelo firme hasta poco antes de alcanzar la prolongación actual de la calle Velázquez. La referencia entonces era un sendero abierto por las pisadas en un claro, desde el que se podía divisar el centro.

En ese momento, había que atravesar campo hasta llegar y se accedía a él por el lado opuesto al de la primera ruta, cruzando un pequeño parque para entrar por la puerta principal. Así, había dos arterias hacia el corazón de nuestra existencia (y no solo de la nuestra), y resultaba sencillo saber por qué arteria había llegado cada uno al corazón. Ambas mostraban una hilera organizada de hormigas caminando en la misma dirección desde sus hogares. Un fenómeno, entrañable ahora, que no he vuelto a ver.

La entrada al instituto podía dificultarse ya que éramos muchos los adolescentes llegando a esa misma primera hora y entrábamos en grupos de amigos, algo muy común entonces, charlando entre nosotros y saludándonos los unos a los otros, ya que compartíamos amistades en diversos grupos y nos conocíamos todos, de una manera o de otra. Ya ubicados en nuestra aula y apostado alguno en su puerta, esperando al profesor, impactaba la visión del pasillo de entrada al instituto plagado de pisadas y de restos de barro seco, así como las escaleras y los pasillos.

Qué digo, si incluso el suelo de las aulas se ensuciaba de todas aquellas pisadas embarradas, pese a limpiarnos las suelas en la hierba del campo y en los bordes de las aceras. Sonrío al recordar aquella aglomeración de sangre hirviendo en el corazón, jóvenes de todo tipo viviendo con la intensidad propia de la edad y de la época. Porque aquélla era una época de creatividad, de sueños y esperanzas, de alegría y de lucha… aquélla era una época en la que todo nos parecía posible e íbamos a por ello con determinación y alborozados.

Los recreos eran otra vivencia. Algunos salían disparados del aula en cuanto sonaba el timbre para llegar a la tienda del pequeño parque de al lado, que vendía bocadillos de media barra de pan por veinticinco pesetas y formaba colas de varios minutos preciados. Otros salían con calma y cruzaban al parque de enfrente o caminaban rodeando el instituto sin salir de sus inmediaciones. Algunos pocos se acercaban a las canchas a jugar unas canastas o chutar una pelota. Había quienes se fumaban el cigarro… los macarras con sus tejanos, su cordón o cadena colgando de la hebilla hacia el bolsillo, sus camperas y sus chupas vaqueras, encendiendo el Zippo con habilidad envidiable.

No eran los únicos en encender un cigarro, desde luego. Éramos muchos y variopintos. Otra grandeza, en mi opinión, de aquellos tiempos: podías distinguir diferentes estilos, distintas personalidades. Deportistas, macarras con camperas, macarras con zapatillas, punkis rebeldes, pijos formales, callejeros bravucones, inocentes novatos… Había una mezcolanza sociocultural interesante y no había confrontación sino convivencia. Califico estos grupos, pero, en realidad, no había una clasificación ni había una determinación nominal en todos los casos, la verdad. Se distinguían por el estilo y la personalidad. Un compañero de clase, hijo de maestros, redicho y bien vestido, nos sorprendió a final de curso cuando nos llevó a su casa y puso un disco de Iron Maiden.

Este recuerdo define un tanto lo que éramos y nuestro espíritu. No era lo mismo escuchar a Supertramp que a Queen o a Barón Rojo que a Aute, pero nos encontrábamos en la misma ola, formábamos parte de la misma circulación sanguínea. Sentías el ambiente cargado de energía renovadora y de fuerza creativa. No solo resultaba sencillo sino también fascinante pensar en un futuro glorioso, un futuro en el que verse realizado y formando parte, ya real, del sueño anhelado durante nuestra adolescencia y rozado con los dedos de nuestra juventud.

El Todo Falla se creó en aquellos tiempos respondiendo a la inquietud de expresar y de crear un periódico del instituto más popular de Móstoles. Cierto que solo había dos, no tardarían en aparecer otros como el Velázquez, pero ninguno ha tocado esa cima de popularidad sociocultural como el Falla.

Tuve el privilegio de formar parte de la redacción del periódico desde sus inicios, dirigido inicialmente por un profesor de latín (ellos promoviendo siempre buenas iniciativas), y fui colaborador habitual en sus páginas. Me llamaban Arthur, que era el protagonista de los libros de inglés que todos estudiábamos estuviésemos en el curso que estuviésemos. Aprendí mucho en aquellos tiempos que acuden de manera recurrente a mi pensamiento evocando emociones y vivencias únicas, más allá de las habituales al recordar una adolescencia.

Aquel corazón que fue el instituto Manuel de Falla bombeó, en todos los ámbitos, una sangre de extraordinaria calidad que incluso dio vida al Centro Cultural El Soto. Alumnos, profesores, sociedad, cultura… Había que vivirlo para comprender la intensidad y el profundo significado de lo que representaba este instituto, nuestro centro, nuestro corazón. No éramos conscientes, entonces, no demasiado, y lo somos ahora. Conscientes y agradecidos en el alma.

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