Un repaso a los años de formación en el atletismo de Móstoles a través del compañerismo. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Corre

Es un error mirar hacia atrás mientras corres. Se ha de correr como si fueran pisándote los talones. Se mira hacia atrás, si acaso, al llegar a meta, en tanto recuperas el resuello con dificultad y la carrera hecha, buscando perspectiva para analizar las estrategias y la resolución de los imprevistos. Así, ya sentado y despreocupado de la competición afloran detalles que, pese a percibirse, no gozaron de la atención necesaria en aquel instante y han necesitado tiempo para adquirir relieve. Las carreras marcaron toda mi preadolescencia y juventud, desde alevín a cadete. A mediados de los años setenta se desarrolló en Móstoles una de las más importantes y ambiciosas promociones urbanísticas: Estoril II era un complejo de edificios que abarcaba varias manzanas e incluía el complejo deportivo conocido como C.D. Estoril II. Llevábamos ese nombre en el chándal del equipo de atletismo del que formé parte muchos años. El polideportivo obtuvo en aquellos años grandes victorias y renombre en las competiciones nacionales, tanto en atletismo como en tenis. Casi todos los miembros del equipo asistíamos al mismo instituto, el I.E.S. Manuel de Falla, que era y es, probablemente, el instituto de mayor popularidad en el municipio. Entonces, el deporte era cosa de pocos y mandaban la calle y los estudios a partes desiguales. Pertenecer al equipo de atletismo de Estoril II era un orgullo y vestíamos la chaqueta del chándal con los vaqueros y las zapatillas de deporte para reafirmarnos en quiénes éramos, abrigándonos con el chubasquero Karhu. Sin apenas darnos cuenta, pasábamos mucho tiempo juntos: en los entrenamientos, en el instituto, en los paseos y en las competiciones de fin de semana, en las acampadas de Semana Santa en Burguillos… Sin ser demasiado conscientes (algo sí lo éramos), aprendíamos sobre la fraternidad, el compañerismo, el esfuerzo, el sacrificio y la superación personal, al tiempo que vivíamos aquellos días de gloria… valores que calaban como lluvia fina en nosotros en el tiempo en que nos formábamos como personas adultas, en que nuestra relación con el exterior nos hacía crecer y configuraba nuestro corazón y nuestro espíritu. Pepe Berjano, nuestro entrenador, era un gran maestro, de mano firme y corazón noble.

No siempre entrenábamos en la pista de ceniza del club, con frecuencia íbamos al parque de Andalucía, cuando eran las afueras y más allá solo había descampado. No existía el barrio de Los Rosales ni el tramo de la avenida Alcalde de Móstoles desde Pintor Sorolla hasta la glorieta Prado Ovejero. No existía esa glorieta y ese prado era una finca privada que despertaba el espíritu misterioso en los chavales, con aquella casa al fondo que apenas lográbamos ver y que, entre habladurías de unos y de otros, fantaseábamos con visitar. Entrenar en el parque de Andalucía, en el que teníamos un circuito establecido de un kilómetro, nos aportaba una sensación de libertad e intensificaba nuestras emociones vitales. Nos trasladábamos allí con los balones medicinales, las pesas, las jabalinas y todo el equipo, y corríamos sobre barro y resbalábamos en las curvas de tierra debido al ritmo que llevábamos.

Otro lugar era el tramo de la avenida del Alcalde de Móstoles a su paso por Salcillo y pintor Velázquez. Salíamos de Picasso, donde se encuentra el club, y hacíamos series de cuestas en ese tramo que, si bien estaba torpemente asfaltado, era una calle cortada a la circulación. Uno de aquellos días nevaba y, por supuesto, nosotros seguimos entrenando en pantalón corto y camiseta. Salvo las zapatillas, no había más accesorios, ni un anillo o cadena siquiera (objetos que Pepe no permitía en los entrenamientos). Aquel día llegué a casa con las manos congeladas como no las he tenido nunca, y puedo decir que he realizado marchas de montaña con ventiscas invernales de cierto calibre. No podía sacar las llaves del bolsillo y llamé como pude al portal para que me abrieran y lo mismo al llegar a casa. Mi madre preparaba la cena y me amonestó con cariño por no utilizar las llaves. Le expliqué que tenía las manos congeladas y no podía moverlas, y se las mostré. Apenas pude dejar la bolsa e introduje las manos en agua caliente durante un rato a la par que trataba de movilizar los dedos paulatinamente. Recuerdo con cariño esa y otras anécdotas de aquellos tiempos. Igual del Instituto Manuel de Falla, que, en aquellos tiempos, también vivió situaciones duras. La década de los setenta no fue fácil en Móstoles. A finales de ésta, había cerca de tres mil quinientos socios en el polideportivo y éramos cerca de treinta o cuarenta personas en el equipo de atletismo. El instituto acogía una cantidad verdaderamente ingente de alumnos ante la falta de centros (apenas comenzaba a funcionar el Juan Gris). He podido visitar ambos —instituto y club— en estos años y observar el cambio que han experimentado en cerca de medio siglo. Cambian ellos porque cambian los tiempos, cambia la sociedad y cambia la demografía. Y, con todo ello, cambian los valores. Me gusta pensar que algo de todo aquel sacrificio perdura en nosotros. A mí me ha marcado significativamente y, con sinceridad, acudo a aquellos recuerdos con frecuencia para reafirmarme en quien fui ayer y en quien ahora soy. Me gusta pensar que no solo los de entonces, al menos los que no hemos cedido a la actualidad más absurda y frívola, nos mantenemos en esos caminos de grandes sacrificios y valores, sino que los de ahora, algunos pocos en relación con lo común, siguen creciendo en esa senda. Móstoles es una ciudad moderna, ha ido digiriendo su paso de ciudad dormitorio a ciudad cultural, industrial y desarrollada, y ha sabido adaptarse y evolucionar favorablemente hasta convertirse en la ciudad y el municipio que es. Como el C.D. Estoril II y como el instituto Manuel de Falla, ha atravesado épocas difíciles, pero sigue en pie, que es de lo que trata una carrera, de permanecer en pie y en la carrera. Conozco bien la sensación de quedarse sin fuerzas en las piernas, hasta el punto de no poder permanecer en pie, tras una carrera de cinco kilómetros y he visto el sudor evaporarse en la piel de los corredores en invierno, sé lo que es darse con los clavos en la salida y correr con los arañazos. Lo importante es seguir adelante y permanecer en la carrera. Si caes, te levantas perdiendo el menor tiempo posible y continúas la carrera recuperando el mayor tiempo posible. Así es una carrera de fondo.

La avenida Alcalde de Móstoles tiene un tráfico intenso habitualmente en todos sus tramos. Los lugares por donde corríamos son carreteras y edificios. Los hijos de aquellas familias han permanecido en la ciudad y ahora viven en edificios y complejos residenciales de nueva construcción; zonas como la avenida Abogados de Atocha, han dejado de ser descampados y ahora son hogares de nuevos habitantes. La pista de ceniza de atletismo del polideportivo ya no existe. Siento soledad y sensación de forastero cuando camino por lugares de aquella adolescencia, lugares de juegos con los amigos y de vivencias extraordinarias en diferentes aspectos, y compenso esas sensaciones con el privilegio —realmente creo que lo es— de poder contemplar con perspectiva la evolución de aquellos lugares, que no han dejado de ser vida por variar ésta. No nos dábamos cuenta de la parte que formábamos de todos esos cambios. Oíamos que había planes de construcción, pero éramos algo escépticos al pasar los años sin que nada mostrara que fuera a construirse lo más mínimo en aquellos sitios en los que nos parecía imposible construir una sola vivienda siquiera. Aprendimos que las construcciones tardan poco en alzarse y lo hacen en el momento más inesperado, por años que demoren en iniciarse. Nos hicimos mayores, dejamos el instituto y el equipo atrás, llamados a filas por nuestras obligaciones de adultos. Creamos nuevas familias y nuestro propio hogar, y seguimos creciendo de una manera diferente, sin guías ni maestros, quizá entre sueños maltrechos y apaleados, pero creyendo en nuestros momentos de felicidad y pertrechados con la buena madera de que nos hicieron. Nuestras casas y hogares, nuestros paseos y lugares frecuentados, ocuparon aquellos descampados y aquellos tiempos ya lejanos, aportando la perspectiva que tenemos, ahora que ha acabado la carrera y que somos testigos del devenir experimentado por las avenidas y la ciudad de Móstoles. Añoramos y recordamos por igual, con cierta tristeza y con cierta satisfacción, mas con orgullo en todo caso. Móstoles siempre ha sido una ciudad que ha resaltado y sobre la que ha estado puesto el foco de grandes momentos. Zonas como Los Rosales o el PAU han modificado su fisionomía y, actualmente, El Soto sigue experimentando grandes cambios que siguen ese camino.

No nos verás correr ya, pronto seremos aquellos mayores a los que no poner la atención de la que gozaban antes los mayores. Algunos ancianos siguen apostándose en la cara de Galesar que da a la plaza del Pradillo y, aunque ya no escupen al suelo apoyados en sus garrotas y bastones, se calientan al sol en invierno como antaño. Galesar no existe desde hace alguna década, en su lugar abren comercios modernos y luminosos. Ya no corremos, no. Ahora somos los sabios del lugar sin atrevernos a creerlo. Todos estos años he sentido la tentación de correr, como épocas en que la dependencia se intensifica y el cuerpo necesita tomar una dosis o regresar, más bien, a la adición al deporte (un fondista entiende bien esto). No al deporte en sí sino al compañerismo, a la ilusión, a la motivación, al afán de superación, al sacrificio, a las sensaciones y, en definitiva, a la esperanza. Los corredores de fondo sabemos de estrategia y sabemos medir las fuerzas y variar los ritmos. Y, sobre todo, sabemos bien cuál es el momento de esprintar.

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