Nueva columna sobre el renacer del alma de un barrio entre nostalgia y progreso. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Dinero y amor
La pastelería Edén ha reabierto sus puertas este mes de Octubre, en pleno otoño. Panadería, obrador y pastelería con panes especiales, tartas personalizadas y productos de elaboración propia, ha comenzado una nueva andadura con ilusión y voluntad. Después de pensar en todo cuanto va desapareciendo de Móstoles, sus comercios míticos y sus antiguas casas bajas, patrimonio histórico de la ciudad, observar la perseverancia de profesionales en sus proyectos, dando lo mejor de sí mismos, reconforta el espíritu del viandante, del ciudadano de a pie, acomodado a las visiones modernas de última novedad, con sus luces y sus carteles multicolores mostrando una vida feliz que se nos escapa como pez en el agua.
Utilizábamos la expresión «bajar al pueblo» cuando nos acercábamos al centro de la ciudad para pasear por las calles o ir de compras. Vivíamos en las afueras y el único medio de transporte era el tren de Cercanías, que llegaba hasta Aluche. Bajar al pueblo implicaba cruzar descampados y caminar un rato hasta llegar a las calles de las tiendas y rodearse del tránsito de gente yendo y viniendo en sus quehaceres y paseos. Me acerqué al pueblo hace pocos años y, caminando por la calle Villamil, me detuve en una boutique de ropa que liquidaba existencias por jubilación. Quien ha vivido allí o transitado con frecuencia por esa calle, conocerá esta tienda que estuvo décadas abierta al público, siendo uno de esos comercios míticos de nuestra ciudad. Me acerqué unos días después a comprar unas camisas y unos jerséis, y pude conocer al matrimonio que atendía el negocio. Lo hacía con entrega, conociendo su profesión y el producto, y atendiendo con deferencia a los clientes. Tuve una breve conversación con el hombre, que atendía también la caja, y me habló de la fecha de cierre y de su tiempo de merecido descanso profesional. Recapacitamos, desde este lado, sobre la pesadumbre que nos aflige al ser testigos del cierre de estos negocios y nos encontramos en un conflicto emocional al desear, al mismo tiempo, que disfruten de una jubilación bien merecida. Desearíamos que los hijos pudieran continuar la andadura del proyecto, sin considerar que los hijos tengan otros planes y otros proyectos e inquietudes vitales. Al caer en ello, la pesadumbre nos embarga porque la vida se muestra tan visible como impasible: todo tiene su fin como tiene su comienzo.
Los que vamos coleccionando años de existencia sabemos sobre la ausencia, nos vamos desapegando de la realidad inmediata con cada desaparición de nuestras referencias. Llega un momento en que van quedando menos referencias y se agradece la permanencia de las calles, al menos. Aunque cambiantes e irreconocibles, siguen en su lugar, es posible seguir las mismas rutas que antaño, los pasos adultos recuerdan aquellos pasos de juventud al hacerlo y se reconfortan en seguir el trayecto que recorrieron para ir al colegio, para entrenar en el polideportivo, para comprar un regalo de cumpleaños con los amigos, para invitar a una chica en la primera cita o para comprar el pan o los pantalones.
Procuro, y a menudo no lo consigo, hablar de bajar al centro, que es una expresión más adaptada al tiempo presente, cuando estoy en público o en actos formales, pero lo cierto es que no dejo de referirme a él como el «pueblo», cuando hablo en la intimidad o en círculos privados. Me relajo cada día más en el esfuerzo de cambiar el hábito, siempre pensaré en bajar al pueblo cuando pretenda acercarme a aquellas calles que fueron alma de una ciudad incipiente. Algunas de ellas aún conservan el mismo aire, emanan el mismo ambiente y proyectan sensaciones muy cercanas a las que vibraban en nuestro espíritu en aquellos días. El dinero manda en todos nosotros, en cada movimiento y en todos los estratos de nuestras vidas. Un mundo ideal facilitaría las iniciativas de negocios sostenibles, el mantenimiento de comercios emblemáticos que vengan a sustituir a los antiguos y que permanezcan en las vidas que nos van sucediendo al paso de las generaciones. Sin embargo, ese mundo ideal necesitaría dinero para mantener una ciudad que ha dejado de ser pueblo y de ser dormitorio, y se ha convertido en un adulto con responsabilidades y frentes que atender. Si alguien se coloca en la cabeza del que ha de gobernar estas calles, se vería obligado a construir para aumentar la población y, con ella, los ingresos a través de los impuestos y del consumo. Dinero llama a dinero y el romanticismo es una lujosa mansión, excesivamente cara de mantener, un sueño roto en añicos en favor del progreso, en pro del pragmatismo y la comodidad, y exiliado de los presupuestos por permanecer anclado en la columna de gastos de un balance, sin implicar un ingreso significativo que lo mantenga. El capitalismo no desea que haya más amor que el profesado a la competitividad, al individualismo y al salvaje crecimiento económico. Cierto romanticismo unido a la necesidad permitió que las personas emprendieran un proyecto para subsistir y lo hicieran con entrega y profesionalidad. Incluso sin un ápice de conocimiento sobre el producto o la actividad, se empecinaron en saber y en practicar hasta convertirse en referencia, en ese comercio amigable y próspero que saluda por su nombre al cliente, incluso al encontrarlo por la calle; en la persona tras el mostrador aconsejando sobre un libro, un plato del día, una camisa, un regalo de cumpleaños o un postre. Todos nos mirábamos a los ojos y veíamos más allá del cliente y más allá del comerciante o del dependiente. Corría una sinergia y un respeto entre ambos que hacía las cosas posibles. No queda nada de eso, estamos de acuerdo. Creeremos que algún bastión queda en pie, porque necesitamos mantener algo de fe en ello, creer que aún queda alguna referencia que aporte sentido a nuestra existencia, que nos reafirme en nuestro ser, en nuestra identidad, garantizando que nuestros orígenes permanecen vivos, no han desaparecido del todo. Al fin y al cabo, el amor es como la energía y no se crea ni se destruye, sino que se transforma. Para aquéllos cuyas referencias son los carteles vistosos de las tiendas comerciales de telecomunicación y los exageradamente luminosos centros comerciales, todo aquel tiempo no será sino monsergas; todas aquellas referencias de las que hablamos algunos, el matrimonio de la boutique de ropa, el dueño de la papelería del barrio, la chica de la panadería o el hombre de la ferretería, no serán sino quimeras de tiempos pasados de los que solo oyen hablar y, para su fortuna, cada vez con menos frecuencia. Son como lecciones de Historia que, si bien se oyen, no se escuchan porque son aburridas y porque no servirán para nada en el futuro, no se necesitarán para ser directivo en una gran empresa, para ser abogado, para ser ingeniero o para atender un comercio. Pero aquellos que han llegado después de esos años de romanticismo y necesidad, alcanzarán este mismo punto en el que nos encontramos nosotros y sentirán la misma pérdida de referencias. Solo que, quizá, no les resulte tan dolorosa al carecer de la unión emocional que tenemos nosotros con ellas. Se necesitan valores para crear esta unión: la firmeza de los profesores en las aulas, el rigor de los padres pautando horarios y comportamientos al tiempo que protegen, educan y aman, y, sobre todo, la necesidad material de la que nace la necesidad de comunicarnos con el prójimo así sea un desconocido, la necesidad de ayudarnos entre nosotros para hacernos las cosas fáciles frente a las adversidades y carencias; la necesidad, al fin y al cabo, de sabernos parte de algo común y de luchar por un bienestar. Cuando las necesidades materiales están cubiertas y sobrecubiertas, no necesitamos nada ni a nadie y no tenemos por qué mirar a los ojos ni involucrarnos en la vida de alguien que no seamos nosotros mismos. Incluso nosotros mismos somos un estorbo para nuestro crecimiento material.
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