Transformación de una ciudad que dejó de ser barro para convertirse en asfalto. ¿Quién anda ahí? Móstoles: La puerta de la calle
Cuando trato de resumir aquel momento de mi vida que resultó ser un hito decisivo en ella, un punto de inflexión que determinó el rumbo de mi futuro, aparece la misma palabra: barro. Móstoles, la ciudad de las afueras a la que nos mudábamos, era campo y barro. Mi madre se adelantó a la mudanza cuando les entregaron las llaves. Había que limpiar y comenzar a preparar el piso para nuestra llegada. Se ausentaba un par de días de casa y me llevaba con ella en alguna ocasión. El piso estaba vacío y dormíamos en el suelo sobre alguna manta, yo en la que sería nuestra habitación, la de los chicos. No recuerdo que hiciera excesivo frío, el invierno debía estar quedando atrás, tal vez.
Sí recuerdo la sensación de encontrarme en una casa vacía. Nunca había estado en una. Mirase por donde mirase, no había muebles ni camas ni taburetes ni armarios ni ropa por los suelos ni toalleros ni jabones en la ducha o en el lavabo. La cocina tenía los muebles básicos y era el único lugar en que no había eco. Mi madre me instaba a tener cuidado con las angostas escaleras metálicas que daban al ático desde la pequeña terraza de la cocina. No fiándose de la situación, me acompañó la primera vez que subí aquellas escaleras de caracol que desembocaban en cerca de cincuenta metros cuadrados de terraza alicatada con pequeñas baldosas de terracota.
Nunca había estado en un tejado y desconocía lo que era un ático. Se puede decir que estaba entusiasmado con todo aquel vacío y me encontraba en aquella casa a solas con mi madre, lo que hacía que todo fuera aún más excitante. Así que aquel hito determinante en mi trayectoria vital se podría resumir en dos palabras: barro y vacío. Había espacio y había tierra. Todo sonaba a libertad, a juegos y a esperanza. Así llegamos a Móstoles.
Si traigo esas palabras al presente, se mudan en asfalto y saturación. Ahora hay asfalto y todo está lleno. Las casas, las calles, las carreteras, las personas… Sin embargo, quedan parques y parterres, que fueron un lugar de juegos y experiencias siempre, allí y aquí. Puede que no exista la libertad de antaño y que nada sea igual desde el fallecimiento de mi madre; puede que todo haya cambiado hasta el punto de necesitar esforzarme cada vez más en recordar con detalle o emocionarme de observar el cambio que ha sufrido todo.
Me encuentro clamando las mismas expresiones que mis padres cuando hablaban de sus barrios y de las calles de Madrid, de su adolescencia y de su juventud:
«Todo esto era campo, aquí jugamos a la cuerda y nos juntábamos con los amigos a comer paella los domingos. Juanjo traía la bota y Manolo traía a sus hermanas en la moto, una moto escuálida que parecía ir a destartalarse en cualquier momento y que, sin embargo, lo aguantaba todo, ya no se hacen cosas así, sólidas y fuertes, como el lavavajillas, anda que no han durado y ahora parecen de papel…».
Me encuentro hablando de aquella manera y comprendiendo —ahora sí— los relatos de mis padres, su emoción al contarlos, más bien. No se trata solo de las palabras sino de la mezcolanza de sentimientos y emociones que las inspiran. Quizá lo peor de envejecer sea la pérdida de referencias. Cambian las calles, las personas, la sociedad, la cultura y las costumbres. Ya no puedes recorrer un campo porque ahora son barrios de urbanizaciones.
Queda poco para que se talen los olivos centenarios de la avenida de los Abogados de Atocha y proseguir, así, la metamorfosis de la ciudad. El Soto ya ha dejado de ser lo que era y aún sigue mudando la piel. Todo se va llenando y aquellos barros quedan sepultados bajo el asfalto. ¿Cómo trasladar la vivencia de esa muda y de esa pérdida a quien está criándose en este asfalto?, ¿cómo explicarles que sus referencias aniquilan las nuestras?
Contrapongo como dos extremos de una cuerda esas palabras significativas, tierra y vacío, con aquellas en las que han mudado, asfalto y lleno. Sí, los extremos de una cuerda que resulta ser nuestra trayectoria vital, con la que hemos de mirar hacia el futuro tratando de atisbar la esperanza esquiva que nos alborozaba con asiduidad y emoción en otra época. Somos, ahora, quienes nos sentamos en la banqueta del narrador de historias, conscientes de que las nuestras carecen de la sustancia que tenían las de nuestros progenitores, que hablaban incluso de sus abuelos, tías, primos y sobrinos, y nos parecía estar escuchando una narración de aventuras únicas con personajes singulares.
Qué historias podemos narrar a nuestra descendencia, a aquellos para los que el presente es una referencia y todo lo demás, nuestra propia vida, solo es antiquísimo pasado de los ancestrales tiempos de los dinosaurios. La sustancia de aquellas historias estaba formada por valores. Éstas podían ser alegres, tristes o meros acontecimientos sin rasgos determinados, pero los valores eran un ingrediente esencial. Podías sentirlo en la manera que tenían nuestros mayores de narrar aquellas historias, emocionados como niños, al evocar sus recuerdos. Nunca habremos conocido al tío Perico ni habremos visto una fotografía de él siquiera, pero se encuentra grabado en nuestra memoria como si hubiésemos pasado media vida con él o la vida entera, la de nuestros mayores, la de quien nos narraba una y otra vez aquel relato.
Así contemplo la ciudad en ocasiones, observando cómo desaparece la tierra y cómo todo se va colmando hasta la saturación, cómo crece sin cesar la población, a un ritmo más acelerado aún que la edificación de viviendas, cómo he de ir más y más lejos para contemplar las amapolas, para pisar tierra y barro, para perder la mirada en la inmensidad de un cielo abierto y disfrutar sin mirilla de un atardecer completo.
Nuestra nueva casa acabó colmándose de mobiliario y de objetos, también el ático. Todos guardábamos y conservábamos cosas de todo tipo, por fútiles que fueran. Incluso un tornillo de mesa, un hacha, una lámpara de aceite y una casa de muñecas. Quizá nuestros padres nos trasladaron ese hábito de conservar y reparar frente al de desechar y comprar, y nosotros lo elevamos a la enésima potencia para aferrarnos a un mundo propio.
La casa se colmó de vivencias, nos vio crecer desde temprana edad hasta llegado el momento de nuestra independencia, de crear nuestras familias y seguir nuestro camino solos. Y, aun así, siguió colmándose de vivencias con las nuevas generaciones, siguió acumulando vida hasta que ellos, nuestros padres, fallecieron. Su muerte fue otro hito determinante en mi vida.
Volví a ver la casa vacía, como en aquellos tiempos de infancia en que acompañaba a mi madre a preparar el piso para nuestra llegada. Solo que ahora el piso, vacío de objetos y mobiliario, se encontraba colmado de desolación. Lo recorrí una y otra vez, recorrí aquel vacío y solo encontraba historias, emociones, vivencias y desolación y, al cerrar la puerta de la calle por última vez, sentí con mayor intensidad el peso de tanta pérdida.
Aún conservo el juego de llaves que me ha acompañado desde que me las entregaran en mi adolescencia. Gran parte de la esencia de nuestras vidas puede impregnar algo tan sencillo como un juego de llaves. Lo conservo en un baúl de madera al que me asomo en algún momento. Podría contrastar aquél con el juego de llaves de mi casa, el que me acompaña desde que volé del nido entre asustado y aventurero, con una esperanza ya adulta y un sueño alcanzado de liberación, pero a qué me llevaría ello.
Observo una planta frondosa y florida, y recuerdo su origen en una semilla minúscula que sostuve en la mano un instante antes de depositarla con sumo cuidado en la tierra nueva, fértil y fresca. La observo sin quebrar su línea de crecimiento, sin confrontar el tiempo de la siembra con el del florecimiento y, cuando las flores se marchitan, sé que habrán de florecer de nuevo si la cuido. Así mantengo la esperanza. Así aprendo de las plantas a no quebrar las vidas ni las líneas temporales, a ver la ciudad como puedo contemplar en perspectiva mis días en este mundo, a desconsiderar que una sola parte sea el todo y a recordar que el todo es la suma de las partes.
Así, contemplo mi vida arraigada en Móstoles desde aquel momento trascendental en que mis padres decidieron comprar una casa en esta ciudad de las afueras, a más de treinta kilómetros de donde vivíamos entonces, en medio del campo y en mitad de la nada. Una nada que se transformó en todo, un todo que continúa mudando y llevando su paso hacia un futuro del que no formaré parte a partir de un momento determinado. Formarán parte quienes hoy desconocen quiénes fuimos y qué fue la ciudad, salvo por los relatos que narramos de nuestros tiempos y de nuestra vida y aquellos que transmitimos de otras épocas y otras vidas, escuchados a menudo en familia y narrados con frecuencia por quienes hacían nuestras delicias con sus emociones y vivencias, aquellos relatos de nuestros padres y abuelos, que, sabemos bien, deberían encontrarse escritos en libros y libros de entretenida Historia o, a falta de ello, no dejar de narrarse, quizá para impregnar con su esencia nuestro juego de llaves de casa.
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