Nueva columna semanal sobre uno de los lugares más especiales de Móstoles. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Ovejas y Gorriones
Ocurre cuando te detienes, cuando calla todo y permaneces quieto, igual mirando por la ventana o esperando al autobús, en un instante inesperado. Asoma la calma predispuesta a ordenar el caos y el ruido. Tal es la paz que desearía uno permanecer en ese estado de manera perpetua. Al acudir al trabajo, al hacer la compra, al ocuparse de los niños, al realizar las tareas del colegio, al enamorarse las primeras veces… Desearía uno sobrellevar la vida con el sosiego que se muestra en ese instante fortuito. Nos parece aprehender esa paz para mantenerla en nuestro corazón como si fuera un gorrión que lleváramos a casa bajo la chaqueta para darle una vida feliz, cuando es su existencia la que nos otorga esa felicidad. Sin embargo, al llegar al hogar, incluso antes, apenas un tiempo después de aquel instante, el gorrión se ha deshecho en arena, en diminutas partículas minerales que escurren entre los dedos cuando vamos a echar mano de nuestro amado pájaro. ¿Por qué perdemos ese equilibrio por más empeño que pongamos en cuidarlo? Paseo por el Parque Prado Ovejero a sabiendas de que las sensaciones del momento caducarán en breve, acaso con los primeros ruidos de los automóviles circulando por la plaza o tal vez con el mínimo alboroto alrededor de mí. Una bicicleta en plena etapa de Gira, un perro descuidado o un corredor realizando su vuelo rasante por mi vera. La calma se esfuma con esa pasmosa facilidad. De ser adolescentes, caer en la cuenta de esta fragilidad vital nos llevaría a aislarnos aún con mayor afán en nuestro mundo, convencidos de que es nuestro y, sobre todo, único. Aún no tengo claro de que sea así, de que ese mundo que llamamos nuestro y consideramos único no sea sino una réplica de otros mundos considerados únicos por otras personas. Nos parecemos más de lo que nos gusta creer. Todos padecemos y vivimos, en rasgos generales, los mismos dolores y las mismas experiencias, y compartimos la misma naturaleza. Todos acudimos al Prado Ovejero a pasear, a evadirnos o en busca de un instante fortuito de paz con sentido.
Prado Ovejero era una finca sin nombre con una casa baja abandonada al fondo. La vegetación salvaje cubría toda la finca y se formaba algún lodazal en ella cuando llovía con intensidad. Los chavales pasábamos por ahí en aventura secreta para observar de lejos la casa y hablar sobre lo que cada uno había escuchado o sencillamente imaginaba sobre ella. Si era una casa encantada o si habían encontrado un muerto. Ese tipo de historias que, por insospechado que parezca en los chiquillos de ahora, eran tan frecuentes entonces como usual era encontrar edificios en ruinas o abandonados a medio construir, mostrando solo el esqueleto y esperando (así lo figuraba yo) a que un mago de Oz les otorgara un cuerpo de carne y piel, y los vistiese con una fachada que los mostrara agraciados y poderosos. Cualquier edificio que se precie es poderoso, aunque solo sea por las vidas que alberga.
Al igual que sucede con aquellos gorriones deshechos en arena, aquel prado para las ovejas fue transformado en un parque y la casa mudo sus ropas para convertirse en un sencillo bar campestre. Se accede al parque por un puente curvado que cruza sobre un pequeño estanque sin apenas profundidad. Apenas bajar del puente y pisar el sendero del parque, se alza una entrañable pajarería vacía y rodeada de la arena en que se van convirtiendo los pájaros. Conlleva cierto aire romántico pensar que aquellos chavales que temíamos siquiera acercarnos por miedo a la certeza de aquellas sospechas y temores infundados en nuestra cabeza, podamos pasear, ya adultos, sobre el mismo suelo que un día albergó otro tipo de vida. Tenemos ese afán de poseer y conservar cuanto nos parece que pertenece a nuestro mundo único y que tan solo forma parte de una realidad compartida. Los mundos únicos tienden a ser oscuros como aquella casa en la lejanía. Los instantes inesperados de calma, esos gorriones, tienen luz y pueden formar parte de nosotros como lo hacen nuestros recuerdos, los escojamos o no. Cabe la posibilidad de que, en nuestro camino, no necesitemos prender ninguna flor del matorral, sino que nos valga vivir ese momento con intensidad, sabiéndolo parte, en su totalidad, de un mundo vasto e inasible. No necesitamos poseer ni conservar. Contempla el transcurso de la vida en cada una de sus manifestaciones. Solo así puede encontrarse uno en disposición de alcanzar esos instantes inesperados de paz y compresión, dentro —claro está— de las limitaciones de nuestros sentidos.
La ciudad está renovando el Prado Ovejero repoblando más de trescientos árboles y mejorando el mantenimiento de este en colaboración con nuestra vecina Alcorcón, a la que también se abrirán accesos al parque. Piensa en cómo diminutas partículas minerales cuya existencia das hoy por sentada porque estaban ahí cuando llegaste y asumes que no variarán jamás, se habrán unido mañana en una imagen material que alterará por completo la panorámica ya no paisajística sino vital de tu perspectiva, la emocional, la romántica. La visión interior que causa dolor si no la percibes observando su vuelo tomar otra forma, como aquellas nubes que, tumbado en tierra, puedes observar mudar de forma en su lenta traslación por el azul, agitadas y movidas por el viento. Todo debería ser como aquellas nubes: inaprensible y únicamente a la luz de quien se detiene a observar, a sentir y a sentirse. ¿Quién no desearía permanecer en ese estado de manera perpetua? Y se encuentra a la vista, no al alcance de la mano, pero sí a la vista. Predispuesta a ordenar el caos y el ruido.
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