Nueva columna semanal sobre el cambio de estación y el paso inexorable del tiempo. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Petricor

He observado algo llamativo y es que la lluvia y el invierno acentúan la intensidad de nuestros recuerdos. Claro que recordamos veranos y primaveras, los amores y las pandillas, y nuestros viajes a campamentos o a la playa, con padres y sin ellos. Sin embargo, cuando se trata de una memoria a largo plazo, cuando se trata de una emoción profunda, el invierno y el otoño, la lluvia, el frío y el viento, reavivan la memoria más emocional de aquellos tiempos mozos que no podemos calificar con claridad y que narramos como si buceáramos en la profundidad de un mar bien conocido solo por nosotros. Sucede con los olores de invierno, la preparación de las fiestas navideñas, la celebración del Día de todos los Santos y el Día de los Muertos, las madrugadas para asistir al colegio, los estudios con la lluvia cayendo en los cristales de las ventanas, los abrigos y la comida caliente.

El transcurso del tiempo nos muestra caras diferentes de cuanto hemos vivido en nuestra infancia. Entonces, nos preparaban para aquellos tiempos, pero no para estos, que nos resultan cada vez más ajenos. Nos agradaría volver a Simago con mamá, caminar con ella por la calles de los pantalones (la calle Marcial), para comprarnos un pantalón nuevo y algún jersey, quizá. Jugábamos con amigos en el parque, nos tirábamos por toboganes y nos echábamos en la tierra a jugar a las chapas. En una de aquellas aventuras, caímos de bruces al suelo y rompimos la rodilla del pantalón. Mamá se enfadó al ver el estropicio y cayó buena bronca en casa. Al final, el sábado por la mañana fuimos a la calle de los pantalones a ver unos nuevos. Teníamos claro lo de no ensuciar la ropa y menos aún romperla, pero los juegos y la diversión nos hacían perder algo la cabeza. Todo parecía inocente hasta suceder la catástrofe.

El tiempo también nos habla de las noches en vela estudiando para el examen del día siguiente, a veces tampoco para el examen sino por adelantar trabajo y por el gusto de trasnochar hasta el día siguiente. Sentir la oscuridad y la casa en calma, el silencio, y estudiar al amparo de la luz del viejo flexo, abrigados hasta el cuello y cobijados bajo una manta echada sobre la espalda y llevada al pecho. Observar humear el vaso de leche al que rodeábamos con las manos para entrar en calor. Por la mañana, vestirse para acudir al instituto. Los amigos esperaban en el mismo punto diez minutos y enseguida emprendíamos la marcha hacia el Falla. Ocasionalmente, coincidíamos con quien nos gustaba, con quien despertaba sentimientos hermosos en nuestro corazón y nos encandilaba, y eso nos alegraba la mañana, al menos hasta que comenzara a suceder el día.

Los recuerdos del Falla se intensifican con la lluvia y los días grises. Días que se colorean en la memoria. Llenarse de barro o empaparse era una tragedia en algunos momentos. Sin embargo, nos hacen sonreír en el presente. Hay recuerdos de profesores, de compañeros y de conserjes. Vivencias que se intensifican como el olor a humedad en el ambiente que trae y deja la lluvia. El petricor. Y cuidado con mojar los libros y los cuadernos, que llevábamos en la mano, apoyados en la cadera. De aquellos tiempos de instituto llega la memoria de los primeros amores y de las primeras actividades serias con los compañeros y los amigos: el atletismo, las salidas a merendar o a recorrer las calles, el baloncesto, los centros culturales, los multicines de Iviasa, la pastelería Blázquez, Pradillo… La lluvia y el frío traen aquellas vivencias al día presente como si acabaran de suceder, nos traen la nostalgia de días que nos agradaría o no revivir, pero que nos dibujan una sonrisa interior honesta y nos permiten sentirnos agradecidos de haber vivido aquellos momentos y aquellas épocas, incluso pese a todo.

Comenzaban a aparecer muchas novedades, como los centros culturales, que comenzaban a inaugurarse en aquellos años de barro. Incluso las discotecas, que eran algo innovador y pensábamos que ideado solo para adultos, cuando éramos tan solo unos críos, en realidad. Llegaron los pubs y los mesones, verdaderos centros de reunión, y supimos lo que era bueno con ellos. La época de los malotes montados en su Puch y de los adinerados presumiendo de ropa y zapatillas Karhu y Asics Tiger. Los tiempos en que muchos íbamos a La Trucha a tomar un refresco y a compartir la tarde con los amigos. Salíamos de aquellos lares y nos abrigábamos por el frío. Protegernos de la lluvia no tanto quizá. Nos agradaba la lluvia, calarnos y correr de soportal en soportal para no calarnos.

Las personas no teníamos más pantalla que la del televisor y más teléfono que el de rueda ubicado en el salón y que nos prohibían usar para controlar el consumo. Al despedirnos el viernes, los amigos decidíamos vernos el sábado a las cinco en la puerta del Club o en el cruce de Goya y Velázquez. Alguna vez sonaba el teléfono y nuestros padres o algún hermano nos avisaban de la llamada. Podíamos esperar a que alguien se pusiera al teléfono porque sabíamos que debían avisarle. Al responder, nos enterábamos de la hora y el lugar de encuentro. Otras veces sonaba el telefonillo, respondíamos y bajábamos enseguida. Estábamos acostumbrados a esperar en la calle a que el otro se vistiera y bajara al portal para irnos. Todas aquellas esperas, lejos de pesar, nos avivaban las más de las veces. Quizá porque pensábamos más en el encuentro que en la espera, porque había deseo de escuchar la voz, de comunicarse, de verse y de encontrarse. Acaso porque no había pantallas ni medio de saber de nadie que no fuera compartir tiempo con él y hacerlo de manera efectiva, incluso cuando solo se trataba de perderlo. Realmente, no perdíamos nada, no era tiempo perdido sino vivido, y sin distracciones. Tiempo que ahora llaman de calidad y que para nosotros era la vida entera. No pensábamos en la calidad sino en el mero hecho de vivir. Después la vida nos fue cayendo encima como una lluvia intensa; como granizo, en ocasiones, que nos coge desprevenidos o como fina lluvia que nos cala en el portal de la chica que nos gusta, en otros momentos.

Hoy salimos a la calle con las primeras precipitaciones de otoño, caminamos por la calle Llobregat, por Miguel Angel, por Goya o por Picaso; por la avenida de la Constitución o la calle San Marcial. Lo hacemos como si nada, sabiendo que es como si todo. Acuden a nuestros pensamientos las vidas y los fallecimientos, los pesares y los júbilos. El frío, la lluvia y el viento avivan nuestro trayecto, el camino que nos ha traído a este momento. Nuestro camino y el de los demás, aquellos que fuimos, solos y en compañía, y aquello de lo que formamos parte. Memoramos el tremendo esfuerzo y sacrificio de nuestros mayores (padres, profesores, entrenadores, monitores…), avivamos con nuestra narración nuestros sentimientos y emociones de entonces y de ahora, y sonreímos. Sabemos lo que es contemplar con perspectiva aquello que vivíamos con detalle minimalista. Somos conscientes de ser quienes somos gracias a todo aquello y a todos ellos, amigos y desamores incluidos. La lluvia, el frío y el viento, el otoño y el invierno, evocan con vehemencia y pasión aquellos días, aquella sociedad, aquellas épocas, aquellos valores, aquellas costumbres y aquellos sentimientos, cual si fueran una cálida manta que nos arropara en la noche mientras leemos nuestros apuntes y una taza de leche caliente humea en el escritorio… o entre nuestras manos.

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