Nueva columna semanal sobre la vuelta de las vacaciones de verano al municipio. ¿Quien anda ahí? Móstoles: Regreso

Las marchas conllevan ilusión y anhelo por el viaje, por el destino, por lo que vamos a encontrar. Salimos de Móstoles, de la rutina de los días, de las obligaciones más pesadas, y emprendemos viaje. Algunos a la playa, otros a la montaña; unos a pequeñas ciudades, otros a pueblos. Algunos se alojarán en un hotel, otros en una casa rural, otros en casas familiares y otros harán ruta y dormirán donde sea posible, un camping, un hostal o una habitación prestada por una noche en casa de un amigo. Se emprenden con ilusión esos viajes, con deseos de dejar atrás y caminar hacia adelante en busca del descanso y de esa parte de nosotros que consideramos más auténtica, aquella a la que nos referimos como nuestro verdadero Yo. En ese tiempo de asueto, de libertad momentánea y revelación vital, destellan instantes de nostalgia en que recordamos nuestros días corrientes, nuestro hábitat cotidiano, y nos satisface saber que nuestro hogar nos espera a nuestro regreso. Quizá nos preocupe la salud de las plantas que dejamos allí o nos inquiete en cierto modo cómo nos encontremos todo al volver, si la casa estará en orden, si se habrá estropeado la comida o una gotera habrá causado algún desastre, si el calor habrá derretido las velas o el aire habrá llenado de polvo los muebles. Sabemos que regresaremos en unos días y disfrutamos todo lo posible y a nuestra manera del viaje, máxime cuando se acerca la hora de nuestro regreso. Nuestro gesto se torna mohíno durante el trayecto de vuelta. Dejamos atrás el destino para retornar al punto de partida, se aleja un modo de vida vacacional y ocioso al mismo tiempo que se aproxima el modo sobradamente conocido, aquel acelerado que tensa nuestro carácter, mella nuestras fuerzas y nos oprime a días. Aun así, hallamos un cierto alivio en reencontrarnos con el hogar, con los amigos, los colegios, las lavadoras, los asuntos domésticos, el mercado, nuestra cama, los fines de semana… incluso en incorporarnos al puesto de trabajo, pese a que nos cueste reconocerlo. Encontramos alivio en volver al orden y la estabilidad, al equilibrio logrado y mantenido. Las vacaciones son para recordarlas, pero la vida corriente —ay, amigo— es para vivirla y hacerlo de manera continua. Los días corrientes son nuestra vida, son nuestras raíces y somos nosotros mismos.

Los vecinos han vuelto, el ladrido del perro marca de nuevo las mañanas y las tardes, las compañías en el ascensor retoman sus conversaciones anodinas y nuestro comportamiento recupera su formalidad. Ha hecho un calor infernal en Móstoles. Nosotros, en el pueblo, igual, insoportable; eso sí, las noches, fresquitas. Nosotros, hemos pasado los días en la playa: baños, sombrilla, lectura, cremas, cerveza fresca y, por la noche, chiringuitos, bailes y licores. Yo he recorrido la Vera de Cáceres, disfrutando de las charcas heladas para aliviar el cansancio del camino, degustando buena comida y frutas deliciosas, y conociendo nueva gente.

Traemos nuestras vivencias al presente para asegurarnos de su permanencia en él, pese a alejarse en la memoria con cada día transcurrido. Recordar cada detalle antes de que muchos desaparezcan, es la máxima. El autobús de la memoria en el que los recuerdos que entran saludan al conductor y mantienen una breve charla con él antes de ir pasando al fondo para dar paso a los nuevos pasajeros. Unos se sientan, otros bajarán enseguida. El conductor olvidará algunas caras a favor de otras y segregará las conversaciones de alguna manera involuntaria. Quizá haya un día en que apenas recuerde que conducía un autobús y que llevó a cientos, acaso miles, de personas, de las que apenas se acuerda de una decena. Los viajes nos recuerdan que son presente, un presente efímero, y por eso han de vivirse con mayor intensidad que los días corrientes, para que su impronta pueda decorar nuestra vida cotidiana con algunos colores que nos hagan sentir y sonreír.

Estamos de vuelta en Móstoles, nos sorprendemos así, sonriendo. Hacemos pereza con las obligaciones al principio. Hemos de prepararnos el desayuno y ocuparnos de que haya qué desayunar, cuando hace apenas unas horas solo teníamos que entrar al salón y ser servidos o disponer del bufete a nuestro antojo. Y los niños. Hay que atar más corto a los niños, que han de vaciar la maleta y poner la ropa en el cesto para la lavadora. Pronto habrá que ocuparse de los colegios. Algunos libros ya están encargados, otros siguen a la espera de las listas. Y los materiales, esa mochila está en las últimas. Mamá no puedo llevarla más, parezco un mendigo.

La plaza del Pradillo, por antonomasia escenario de la vida en la ciudad, comienza a colmarse de transeúntes dando los últimos paseos del verano, retomando los desayunos y meriendas en Los Reyunos, echando un vistazo a los escaparates de las tiendas que abren de nuevo el pestillo tras el asueto estival. ¡Cuánto tiempo! ¿Qué tal las vacaciones? Podemos contar con ellas, donde compramos habitualmente el pan, la mercería donde encontrar el hilo, y suerte que está cerca de casa, pues no quedan muchas. No queda mucho de los buenos hábitos del pasado. Los repartidores son una imagen habitual de las calles y se intensifica de nuevo su circulación. Como si hubieran guardado nuestras pertenencias durante este tiempo y ahora las devolviesen a todo el mundo el mismo día. El tráfico en la Avenida de Portugal se vuelve insufrible como en sus mejores días de invierno. Pronto aparecerán en escena los autobuses de los colegios y los vehículos de los padres entorpeciendo las vías en la puerta de éstos. El ruido y el movimiento dejarán atrás nuestra sensación de felicidad y nos habituaremos pronto a ellos. No en vano forman parte de nuestra vida y nuestro entorno habitual. Francisco, el camarero del hotel, tan gracioso y servicial, se desdibujará en la anécdota y los bañadores regresarán al armario de temporada.

Me adelanto, pues aún estamos regresando. Los vehículos aún llegan por las carreteras y aún quedan persianas por abrirse. Venimos con color, nuestro vecino lo nota y los amigos reconocen un atisbo de felicidad en nuestra mirada rutilante. Incluso ven crecidos a nuestros niños, pese a haber estado fuera apenas diez o quince días. Quienes hemos permanecido en la ciudad, la hemos disfrutado desolada. El día quince desaparecieron las personas y cerraron los comercios, y paseamos por las calles disfrutando de ellas, en ocasiones con el deseo de que se mantuvieran así todo el año o toda la vida. Un deseo fugaz porque no tardamos en echar en falta, en necesitar la vida cotidiana de las calles, con sus ventajas y sus inconvenientes. Nos gusta disfrutar del parque Finca Liana, incluso pese a los perros, y anhelamos la llegada de la Navidad, aún con la memoria fresca del Navipark del pasado año. Antes que eso, esperamos la inauguración de la primera programación de Escena Móstoles en septiembre, el mes loco en que comienza el año verdaderamente. Recuerda a los momentos previos al inicio de una función, revisando cada detalle para asegurar que todo está preparado, los actores listos para su entrada en escena y el control de luces y sonido verificado y a punto para el comienzo. Los nervios son inevitables y forman parte del espectáculo. Se irán diluyendo a medida que avance la función. Incluso los espectadores pueden sentirlos. Todo ese nerviosismo será aplacado con la historia que ha de revelarse sobre el escenario. La vida y la función continúan, y en ella encontramos nuestra dicha, podemos sentirnos orgullosos y satisfechos de cada paso que vamos dando. Regresamos a nuestro hogar y los días siguen dando de sí para fortuna nuestra.

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