Nueva columna semanal con la vuelta a un lugar muy importante en mi vida educativa. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Regreso al Balmes

Invitado por el colegio, gozo de la oportunidad de regresar al lugar donde estudié gran parte de mi Educación General Básica (EGB). La mañana del catorce de octubre crucé de nuevo la puerta del Colegio Balmes con mi cartera cargada de recuerdos. Libros de Lectura y de Lengua y Literatura, recibos mensuales, comunicaciones del colegio a los padres, expediente escolar, cartilla sanitaria, comunicación de constitución de la Asociación de Padres de Alumnos en Febrero de 1978, fotografías grupales de compañeros y profesores y multitud de anécdotas y remembranzas. Ya camino de mi cita, incluso en casa, vistiéndome y preparando mi cartera, sentía aquella sensación casi olvidada que produce el primer día de colegio. Alborozado, salí a la calle con una sonrisa nueva y encaminé mis pasos hacia el cole. Habían transcurrido cuarenta y cinco años desde que cruzara la puerta por última vez y estaba contento de poder volver a hacerlo.

La espera en la entrada, a la puerta de la Secretaría, ya me sumergió en aquellos años de finales de los setenta. Esta puerta no estaba, esta sí. Había un mostrador aquí y solo una persona atendía la Secretaría; ahora hay tres, mucho más jóvenes. Detalles que venían a avivar la memoria y las emociones. Los pequeños de la guardería, las escaleras al despacho del director, Don Valentín Morcillo Morcillo, un hombre recto y amable, el patio, el salón de actos… Durante la espera contemplo infinidad de detalles, como los cuadros de promociones posteriores a la nuestra y recuerdo una anécdota en la clase que se encuentra al fondo del pasillo y en la que he inspirado escenas como aquella en la que nos levantábamos a la única papelera que había, junto a la pizarra, con la excusa de sacar punta al lápiz en clase de manualidades, cuando lo hacíamos para charlar con los compañeros. La profesora acabó determinando que sacáramos punta de uno en uno en cuanto advirtió el tiempo que permanecíamos allí y las risas.

Entrar al patio es como avivar una brasa y transformarla en fuego. Coincidimos con la hora del recreo y el patio rebosa griterío y bulla. Los baños del patio, las profesoras que vigilan el recreo y el muro en el que formábamos las filas de las rutas para volver a casa, traen ecos del pasado. Hablo de esto con Ángel, que me acompaña al salón de actos para la entrevista. Aunque entramos por el lado opuesto al que solíamos entrar de niños, el salón permanece tal cual era entonces. Mejores sillas, pintado y renovado en su aspecto, pero el mismo salón en que realizábamos los concursos de villancicos. Semanas antes, Don José Rico pasaba por las clases para hacernos pruebas de voz y escoger el coro. Lo hacía con cierta gravedad, transmitiéndonos la importancia que tenía aquello. En realidad, antes se disponía de menos medios, la sociedad no era tan rimbombante ni los espectáculos se colmaban de grandes parafernalias. Todo se centraba en el acto en sí y había que brillar por uno mismo. No digo, con esto, que fuera mejor ni peor, sencillamente era distinto. Es posible que nos hubieran gustado muchas celebraciones y detalles presentes. Ver globos, profesores disfrazados y actividades decoradas y ambientadas, por ejemplo. Entonces, debíamos colorear nosotros —profesores y alumnos— los días grises, y decorar con nuestra actitud y voluntad la sobriedad de los actos. Nuestra fortuna fue encontrarnos en un entorno como el del colegio Balmes, abierto a los colores y a las iniciativas. Así ha llegado a ser la respetada institución que es hoy.

La entrevista transcurrió cómoda y agradable. Ángel, sorprendido con algunos datos, absorbía con la mirada los papeles que le iba mostrando, escritos a máquina y envejecidos. La lista de tutores del curso 77/78, la comunicación a los padres de la constitución de la APA, los boletines de notas, la información para los cursos de natación en Las Lomas, organizados por Don Ramón, el profesor de gimnasia. Un profesor divertido y carismático que, me consta, muchos recordamos con cariño aún. Sustituyó a Don Maxi y a su mujer, Manoli. ¿Cómo transmitir tanta información y vivencias en apenas un par de horas? Hay que vivirlo para percibir y comprender la verdadera dimensión. Le hablo de Don Valentín, el director, y de su mujer, Doña María Luisa Mestre Cruz; le hablo, asimismo, de muchos profesores de entonces como el carismático e inolvidable Don Antonio Trigueros, al que llevamos en nuestro corazón con un sentimiento de amor inconmensurable, y de Don Esteban Parró, que ejerció como alcalde en nuestro municipio y el destino quiso que casara a una de mis hermanas.

Los chicos siguen alborozando el patio, pero puedo sentir que el recreo ha finalizado; ahora se encuentran en clase de gimnasia. Un grupo de chicas se acerca al vernos grabar. Lucía quiere salir en el reportaje, siempre está dispuesta a aparecer en cualquier reportaje del colegio. No puede ser esta vez, Lucía; sales en demasiados ya. Proseguimos nuestra narración y disfruto ese instante reviviendo el tiempo en aquel patio, entonces de tierra, donde jugábamos al Burro o a la Olla. Encontrarme rodeado de alumnos me conmueve e ilusiona aún más. Martín y León se acercan enseguida. León se planta ante mí, cortés. Se presenta y me tiende la mano. Le correspondo de igual manera y me pregunta si he sido alumno. Comenzamos una breve charla. Martín habla menos y no se separa de León, pero se muestra igual de cordial. Por un instante, pienso en Zipi y Zape. Algo muy de nuestra época, establecer estos símiles. León es rubio y Martín es moreno. La imagen acude al sentir la fuerza de su amistad, los siento entrañablemente inquietos, respetuosos y unidos entre sí. Compañeros íntimos de andanzas y correrías. Recuerdo un amigo mío así, Alejandro Alejo, con quien me he reencontrado en estos días. La vida son ciclos y esos ciclos se repiten en cada escenario con distintos actores y en épocas diferentes. Puede pensarse que todo cambia, pero el alma permanece. Las cosas no cambian tanto como pensamos, cambia nuestra mirada, pero no el espíritu de los ciclos vitales. Me siento como si siguiera allí, en el colegio, y fuera compañero de cuantos me rodean en ese momento. Ellos, sin embargo, han de proseguir su clase. Charlo un instante con el profesor de esta, me habla de cómo su antiguo colegio se transformó en una residencia de ancianos y sobre la ironía de los tiempos. Se consuela imaginando que alguno de los que comenzaron en el colegio, igual acaban en la residencia. Es un consuelo desesperado, la broma como herramienta para sofocar el dolor porque los colegios de nuestra infancia son más que una huella, forman parte de nuestra identidad y de nuestro corazón, y nos gusta (necesitamos) saber que siguen en su lugar, enseñando a nuevas generaciones hasta el infinito. Nos agrada pasear por sus inmediaciones y tener la oportunidad de visitarlos cuarenta y cinco años después, como es mi afortunado caso.

Hablamos de los uniformes y abrimos una nueva caja de sensaciones emotivas, pues era algo inherente a nuestra identidad. Nos conocíamos vestidos con él y lo demás era «vestir de calle», conocernos en un cumpleaños o vernos por la calle o salir un sábado a jugar o a pedir donaciones con la hucha de Cruz Roja por la Fiesta de la Banderita. Vestíamos un chándal azul con una línea blanca y vivimos el cambio al chándal actual, mucho más bonito, resistente y acorde. Debíamos cuidar el uniforme. No romperlo, no ensuciarlo y llevarlo como es debido. Nada de la camisa por fuera ni cosas raras, por ejemplo. El uniforme era una identidad, nos hacía sentir parte de un común y, en cierto modo, ser alguien, corresponder a una idea y a un mundo en el que nos sentíamos a gusto y del que nos sentíamos orgullosos.

La emoción de aquella visita me ha durado varios días. Aún prevalece en tanto escribo estas líneas. He llegado a pensar en lo hermoso que sería participar antiguos alumnos de actos de graduación o de encuentros con los nuevos o algo así. Quizá sea algo inviable o de dudosa puesta en marcha, quizá solo sea una manera de sentir la nostalgia y la unión con esos otros yos que son ahora como nosotros fuimos en su día. Si me preguntas si todo fue tan bueno en realidad te responderé que no, claro que no. Hubo tristezas y disgustos, fueron tiempos difíciles en muchos aspectos y no solo en el ámbito escolar. Sin embargo, el rescoldo positivo y entrañable que emerge hasta sin pensar se aviva con facilidad con todas aquellas gratas vivencias que nos formaron como personas y que son los cimientos de quienes ahora somos. Muchos compañeros seguimos en contacto y hemos charlado tendido durante estos días a raíz de esta visita y este reportaje tan maravillosamente elaborado y con tanto cariño por Ángel y el colegio. Nuestros recuerdos son gratos, prevalecen todas esas experiencias y sensaciones que nos alborozan el alma como si fuera el patio del Balmes en hora de recreo. Me siento muy afortunado, y creo que hablo por todos, de que el colegio prosiga su labor hoy en día, y espero que así sea hasta el infinito. Manteniendo su política docente y ese adecuado e imprescindible equilibrio entre ambas manos, la derecha y la izquierda, para formar a alumnos en el conocimiento y en los valores, con determinación y con una sonrisa. Conocimiento y corazón.

Solo puedo sentirme agradecido por esta oportunidad que me ha brindado la vida y agradecer a la dirección del colegio Balmes y a Ángel su hospitalidad y su invitación. Me han abierto las puertas como a un familiar querido y me han permitido regresar al Balmes una vez más, a un hogar donde prevalece mi infancia y al que debo mi madurez y buena parte de mi espíritu. Gracias por la sonrisa que habéis dibujado en mi semblante y en mi interior profundo. Gracias, Balmes, por aquel entonces y por este ahora.

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