Nueva columna semanal sobre los cambios, descampados y crecimiento en la ciudad. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Renacuajos y amapolas
Hojeando las páginas del diario observo dos titulares que, por azar, asocio en un juego mental. Por un lado, la noticia sobre el desbrozo y la siega de zonas verdes a finales de abril; por otro, la denuncia de Ecologistas en Acción por la destrucción del Parque de los Olivos para construir más viviendas. Esta última noticia es reciente, por lo que aún no se han talado mientras escribo estas líneas. No los que aún quedan, al menos. El Parque de los Olivos se extendía desde el barrio de El Soto hasta el distrito Norte-Universidad. La construcción urbanística a lo largo del Paseo de los Abogados de Atocha ha supuesto la destrucción progresiva de esa zona verde y ha mermado el número de árboles hasta reducirlo a apenas unas decenas de olivos adultos, muchos de los cuales son centenarios. Lo que queda de el Parque de los Olivos, frente a la estación de ferrocarril de El Soto, desaparecerá pronto, alzándose nuevos bloques de viviendas en su lugar. Como todas las de este cariz que se han venido sucediendo a hurtadillas, la noticia produce escalofríos a quienes hemos vivido áreas emblemáticas de Móstoles como esta. Muchos somos los que hemos atravesado ese parque para acudir al instituto Manuel de Falla. A comienzos de los ochenta era una zona en la que podían atracarte, incluso desaliñados chavales de doce años, si ibas solo a horas que no fueran las de clase. El final de la calle Velázquez en su actual confluencia con esta avenida y con la calle Málaga, no era sino un descampado por el que asomaba un riachuelo de olor un tanto desagradable en ocasiones.
En el transcurso de estos años, la juventud de aquella era hemos podido observar el cambio del perfil paisajístico de la ciudad. A veces, con cierto agrado, otras con una pizca de curiosidad y, en ocasiones como esta, con un eco de tristeza en el alma. Los Rosales, hoy un barrio de urbanizaciones, no era sino un inmenso descampado por el que nos agradaba perdernos, jugar, pasear, disfrutar del aire que paseaba a sus anchas por aquel espacio abierto de par en par, como si Móstoles acabara en el parque de Andalucía, donde era frecuente juntarse los amiguetes con la litrona y alguna guitarra, y nosotros entrenábamos algunos días.
Digo que asocio la noticia de la desforestación y destrucción de este Parque con las actividades de desbrozo y siega de zonas verdes para su mantenimiento y para la prevención de incendios, por la contraposición de espíritus entre ambas acciones. Algo así como si la mano derecha cuidase las zonas verdes para mantenerlas seguras y hermosas, en tanto la mano izquierda aprobara la destrucción de parques naturales y de gran valor ecológico, otrosí de patrimonio cultural de la villa, para la construcción de viviendas. Se han construido en Móstoles decenas de miles de viviendas en los últimos cinco lustros y ninguna ha quedado vacía, si bien un gran número se han adquirido para la especulación agresiva por parte de particulares sin escrúpulos, como es notorio en la Avenida de los Abogados de Atocha.
Un servidor se crío en una ciudad de descampados y de zonas verdes asilvestradas. Incluso la calle del centro del pueblo, la avenida de la Constitución, no se encontraba tan sólidamente pavimentada como actualmente. Ya no podemos recoger renacuajos en las charcas ni volar cometas ni jugar con una pelota ni montar en bici ni sentirnos libres en el campo, con el viento azotando con su fuerza variable. Vivimos mejor, en una ciudad ordenada, con comodidades y mayor seguridad. Somos un número mayor de ciudadanos. Tener un coche era algo verdaderamente excepcional y los hogares solo tenían uno. Hoy se estima que tienen una media de tres. Pienso que la ciudad es como la familia creciendo. Nosotros tuvimos que mudarnos a un piso más grande, no solo por el nacimiento de la sexta descendiente sino porque nos hacíamos más grandes y nuestras necesidades de espacio eran mayores a cada año. Quizá la ciudad tiene, asimismo, necesidades de espacio que no puede solventar porque sus límites territoriales son inamovibles. Con la mano derecha procura nuestra estancia cómoda y agradable, y una buena cobertura de servicios, como el desbrozo y la siega de zonas verdes, mientras que, con la mano izquierda, ha de irnos arrebatando valores preciados: hábitats naturales, olivos centenarios, tiempo de felicidad o la ingenuidad del adolescente haciéndose adulto.
Soy consciente que, de aquellos tiempos en que podíamos correr, desfogarnos y pasear por descampados y por parques silvestres, solo quedará una ciudad que recorrer por manzanas con la suerte de encontrar algún parterre o algún parque que mantenga vivos los pulmones de la ciudad. Móstoles, al menos, tiene el pasillo verde que nace en el parque Prado Ovejero y tiene el parque de El Soto, entre algún otro. Sí, aún quedan espacios ordenados para alivio de la vida despreocupada. Solo pido un favor: que no valga todo y a cualquier precio, que mantengamos una esencia natural en nuestra arquitectura, si ello es posible, que podamos correr y desfogarnos; que, a falta de renacuajos, podamos ver alguna amapola y flores silvestres, que podamos sentir el aire libre en la cara, no fluyendo a presión por el callejero de la ciudad, que dejemos siempre espacio para respirar, para sentir que la villa no es solo un conjunto arquitectónico estudiado de edificios con sus contadas zonas verdes para desvirtuar la dureza del asfalto, el cemento y el ladrillo. Dejadnos pisar tierra que no requiera cuidados, que no necesite desbrozos ni corra peligro de extinción.
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