De las madrugadas familiares a la madurez: recuerdos que forjan una vida. ¿Quién anda ahí? Móstoles: Vidrieras
Como consecuencia natural de la migración periurbana de la capital a finales de los años setenta, Móstoles se convirtió en una ciudad dormitorio. Las familias se mudaban a la villa, pero mantenían sus oficios en Madrid y, dado que el hogar se encontraba más alejado de los lugares de trabajo, era necesario madrugar más para asistir puntualmente a ellos. Mi padre se levantaba pasadas las cinco de la mañana y no volvía a casa hasta avanzada la tarde. Peor fue en los años previos a su jubilación. Entonces llevaba el coche y salía de casa a las cinco cincuenta. Era importante no sobrepasar esa hora porque la autopista se ponía imposible cinco minutos después. La autopista A5 sufrió hasta tres ampliaciones, si no recuerdo mal, para poder atender el creciente tráfico que generaba de una a dos horas de atasco, de media, cada mañana. Salir de casa a las seis de la mañana podía suponer más de media hora de retraso. Los años previos fueron años de RENFE, años de agolpamiento en el tren, cuyos horarios tenían consideraciones muy similares. El transbordo al Metro se hacía en Aluche, años después en Laguna y, hoy en día, en Atocha o en cualquier otra estación de la línea. En aquellos años, se debía ir a Aluche y movilizarse en las líneas de Metro desde esa estación para ir a Madrid. Muchos recordamos los viejos trenes de la línea 5 y la vieja estación de Aluche. Nuestros trayectos se han adaptado al crecimiento y desarrollo de las infraestructuras de transporte y solo algunos recordamos aquellas vivencias, aquellas épocas y aquella vida tan diferente.
Mi madre se levantaba al tiempo que mi padre para prepararle el café. Algunas veces podía escuchar a mi padre en el lavabo y los pasos de mi madre hacia la cocina, sentir la luz del salón y escuchar la puerta de la calle cerrarse tras la marcha de mi padre. Había días en que el sueño me impedía percatarme de estos movimientos, otros en que apenas distinguía alguno aislado en la duermevela y otros en que podía seguir la continuidad de cada uno de ellos sucediéndose como imágenes visuales de un fragmento de relato. Esa fue la evolución de mis sentidos a lo largo de los años: comencé a percibirlos de manera aislada siendo niño, de adolescente los percibía con asiduidad y de joven eran continuas sensaciones. Cabe en lo posible que me acostara sabiendo que habría de desvelarme al despertar mi padre y, por ende, me predispusiera a despertar los sentidos a esa hora. Mi padre era silencioso: apenas sonar el despertador, lo apagaba y se levantaba al cuarto de baño, cerraba la puerta, se aseaba y regresaba a vestirse. Sus pasos hacían eco por el pasillo hacia el salón debido a los zapatos de vestir. Este podía ser el mayor ruido. Momentos antes, mi madre ya había cruzado ese pasillo como una corriente calma de aire. Yo escuchaba los vasos en la cocina y el sonido de la cuchara en el cristal al mover el café y la imaginaba en sus quehaceres. A veces, intercambiaban algunas palabras sin que lograra entender lo que decían. Quizá alguna indicación para el día o algún recordatorio. Mi madre: ¿has firmado las notas?; mi padre: que esté hecho a mi vuelta. Enseguida la puerta de la calle. Mi madre seguía con el día, atendiendo la siguiente etapa: nosotros y el colegio.
Yo me levantaba más temprano de lo habitual, siempre ha sido frecuente en mí apagar el despertador antes de que suene. Lo colocaba media hora antes de lo necesario en mis tiempos de instituto, sobre todo en los últimos tiempos, porque me gustaba escuchar música y, con más frecuencia, leer antes de marcharme. Así conocí las novelas ejemplares de Cervantes. Aún recuerdo al licenciado Vidriera, un relato cuya lectura me impresionó como si lo viviera en primera persona. Pendiente del reloj, a veces salía apurado por leer una página más y corría hacia el lugar de encuentro con amigos. Los horarios no siempre coincidían, por lo que podía darse caminar solo. Sin embargo, era frecuente encontrarse con compañeros en el trayecto, algo que me agradaba. Llevaba en la mano mi carpeta de anillas verde decorada con fotografías de los Beatles, mi gran pasión y los libros de texto de las asignaturas del día. Me gustaba llevarlos así y, salvo alguna bolsa, generalmente de deportes, colgada del hombro, todos llevábamos nuestros libros en la mano apoyados en el costado. Visto con perspectiva, esa felicidad cerraba mi etapa adolescente. No sabía que las cosas cambiarían tanto a partir de ese momento y que aquellos serían los últimos estertores de la adolescencia.
Con los años, todos fuimos levantándonos a la misma hora que mi padre y con la misma finalidad: acudir a trabajar. Todos trabajábamos en Madrid, algo que no deja de llamar mi atención. De hecho, apenas hablábamos entre nosotros. Sin mediar palabra previa, nuestros despertadores sonaban con diferencia de minutos, de manera que no coincidiéramos en el cuarto de baño o en la cocina. Uno se vestía mientras otra se aseaba y otra desayunaba. Según salía del baño el primero, entraba la del desayuno y la que se vestía, desayunaba en la cocina. Observaba aquellos movimientos sincronizados al detalle formando parte de ellos y siendo quien menos se entretenía demasiado en nada. Sabíamos que teníamos que estar en el salón cuando mi padre entrara en él o mientras tomaba el café preparado por mi madre, si queríamos que nos acercara a Madrid en coche. Alguna vez me apunté a la comodidad, pero enseguida preferí tomar el tren y viajar solo. Ya no había tiempo de música ni lecturas, ya no caminaba despierto y con cierta calma hacia el instituto. Ahora caminaba medio dormido, como todos aquellos que coincidíamos a esas horas intempestivas. Creo que fue en aquel momento cuando comencé a tornarme gris, pese a la sensación de independencia y autonomía que procuraban los primeros sueldos. Ya había estado percibiendo dinero por realizar unos cursos del INEM, pero aquello era un sueldo… maduraba y tenía nuevos objetivos: comprar una casa, independizarme y emprender una vida propia. Mi espacio, mi tiempo, mis decisiones… Aquel era el objetivo de aquellos primeros años de madurez. La autopista A5 ya se encontraba ampliada y el tráfico, aunque denso, era más fluido. Los trenes pasaban cada cinco o diez minutos y había días en que llevaba el coche, sobre todo los viernes, que siempre han sido un día especial para mí.
Aquellos primeros años de madurez me llevaron a una vida plena de adulto y los grises fueron tornándose en colores variopintos. Así avanzamos por la vida que vamos creando en lo que podemos y nos dejan. Recuerdo a menudo aquellos años de transición desde los últimos años de instituto hasta los avanzados años de verdadera madurez. Pasamos por las primeras épocas como si fueran puertas que cruzamos en cuestión de días: la primera infancia, la infancia, la preadolescencia, la adolescencia y la juventud. Las puertas dejan de existir y se abre el mundo ante nosotros como una extensa pradera con un horizonte desafiante. Nuestro ansia por coronar montañas nos lleva a recorrer llanuras ventosas, laderas agrestes y un sinfín de variopintas aventuras, hasta llegado el momento en que encontramos nuestro lugar. Mejor o peor acomodados en el sillón de casa, nos llega el recuerdo de aquellos años de transición. Descubrimos que aquel prado abierto ha determinado nuestra vida y que el horizonte, impertérrito, ganó su desafío. Tomadas o no, nuestras decisiones durante aquel recorrido nos han formado y nos han traído insospechadamente a la madurez. Podemos entender aquellas historias de juventud que nos narraban en Navidad y en momentos de distensión, siendo narradores ahora nosotros de las nuestras.
Podemos decir que somos aquellos que recorrimos una larga travesía para cruzar un extenso prado hacia las montañas viendo alejarse el horizonte con cada paso que nos acercaba a él. No importa lo que podamos considerar un éxito o fracaso sino poder narrar aquel viaje repleto de anécdotas y huellas vitales. Hoy soy escritor y solo en mi infancia tuve claro que lo sería, tan claro como lo permite un inocente sueño infantil. Posiblemente tuve que recuperarlo en algún momento, tras largos años de batalla entre los dos tipos de persona que se debatían en mi interior: aquel niño y el adulto en que deseaban convertirme. Nadie me desveló que podía ser un escritor adulto y que podía emprender mi madurez de otra manera. A nadie se nos desvelan esos secretos, acaso porque sean incógnitas que deban despejarse en primera persona, como la madera o el cristal de los que uno, en verdad, está hecho. He ahí uno de los propósitos verdaderos de la vida, con frecuencia esquivo.
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