Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 20. Bajo las aceras

Nos mudamos a Móstoles a principios de verano, justo después de que acabaran las clases. Papá había conseguido un puesto en la planta de Repsol como jefe de departamento —palabras suyas, no mías— y parecía que por fin íbamos a tener “una vida mejor”. A mamá no le entusiasmaba dejar Valladolid. A nosotros, menos todavía. Allí teníamos todo: el cole, los abuelos, los amigos, el parque donde jugábamos todas las tardes… Pero ya se sabe cómo van estas cosas. Si papá decía que era una gran oportunidad, había que ir sí o sí.

Mis padres eligieron comprar una casa vieja en la calle Batalla de Bailén, en pleno centro de Móstoles. No era un chalet moderno como los del PAU 4, sino una de esas construcciones de principios del siglo XX, con fachada enfoscada y pintada de blanco, contraventanas de madera descolorida y una verja oxidada que chirriaba al abrirse. Tenía dos plantas, un desván polvoriento, sótano y un pequeño patio trasero cubierto de maleza. De esas casas que parecen guardar secretos en cada esquina, como si respiraran cuando nadie mira.

La primera vez que la vimos, aparcamos justo delante, bajo una farola que parpadeaba. El sol empezaba a caer y la casa proyectaba una sombra larga sobre la acera agrietada.

—¿En serio vamos a vivir aquí? —preguntó Vera, mi hermana, desde el asiento trasero. Tenía nueve años y los ojos clavados en la fachada, como si esperara ver una cara asomada tras una cortina.

—Es enorme —dije yo, intentando sonar positivo, aunque el nudo en el estómago me decía lo mismo que a ella.

Papá bajó del coche y, con ese entusiasmo forzado que usaba cuando quería convencernos de algo, extendió los brazos hacia la entrada.

—¡Miradla bien! Esta casa tiene muchísimas posibilidades. Techos altos, estructura sólida, buenos cimientos… Un diamante en bruto —dijo, como si lo hubiera ensayado.

Mamá se quedó en silencio, cruzada de brazos, observando con el ceño fruncido.

—¿Y el interior? —preguntó, sin moverse.

—Ya lo verás. Necesita trabajo, claro, pero con mi nuevo sueldo vamos a dejarla como nueva. Pintura, electricidad, calefacción, suelos… Antes de que empiece el colegio estará terminada. Os lo prometo.

Vera me miró de reojo y susurró:

—Eso, si no nos come antes.

No contesté. Me limité a mirar la casa. Y, durante un segundo, juro que vi una cortina moverse en el piso de arriba. Pero debió de ser el viento.

—Esto parece la casa de los Addams —dijo Vera esa primera noche, mientras desempaquetábamos.

Al principio todo fue una mudanza más o menos normal. Dormíamos en colchones sobre el suelo, pedíamos comida por Glovo y veíamos series en el portátil apoyado en una caja. El cambio era raro, pero sobrevivíamos.

Hasta que empezaron a desaparecer cosas. Primero fue un paquete de galletas. Luego, unas conservas. Más tarde, una caja entera de latas de fabada. Pensamos que sería papá, que comía a deshoras, o que las habíamos dejado en algún rincón olvidado. Pero algo no cuadraba.

Una noche, ya en julio, oímos ruidos. Papá y mamá dormían profundamente, pero nosotros seguíamos despiertos. El calor era insoportable. Y la serie que estábamos viendo, Stranger Things, tampoco ayudaba.

—¿Lo has oído? —susurró Vera, apagando la linterna con la que leía.

Asentí. Algo se arrastraba por la planta baja.

Bajamos despacio. Las escaleras crujían como si quisieran delatarnos. Desde el pasillo, vimos una silueta en la cocina: un niño pequeño, descalzo, con ropa sucia y rota, revolviendo la despensa.

—¡Eh, tú! —grité sin pensarlo.

El niño se giró. Tenía el rostro manchado y los ojos enormes, brillantes como los de un ciervo a punto de huir. Salió disparado hacia la puerta trasera, y nosotros detrás.

Lo seguimos por las calles oscuras, cruzamos un parque mal iluminado y un solar lleno de escombros. Allí levantó la tapa de una alcantarilla y se deslizó dentro.

—¿Estás pensando lo mismo que yo? —jadeó Vera.

—Que estamos locos. Pero sí.

Nos metimos tras él.

El descenso fue como caer por la garganta de una serpiente. El aire era espeso, cargado de humedad y un olor entre tierra mojada y fruta podrida. Encendimos nuestras linternas y seguimos el eco de sus pasos por los túneles.

Llegamos a un claro subterráneo. Y allí estaba: un poblado escondido bajo tierra. Grafitis cubrían las paredes: escenas de fiestas, caras sonrientes, símbolos extraños. Luces colgaban de cables improvisados. Tiendas hechas con lonas, cartones y palets salpicaban la cueva.

El niño nos esperaba. Nos miraba con recelo, pero sin miedo.

—Me llamo Iker —dijo—. No deberíais haberme seguido. No deberíais estar aquí.

—¿Dónde estamos? —pregunté.

—En casa.

Nos contó que, durante la invasión francesa de 1808, algunas familias huyeron bajo tierra. Lo que empezó como un refugio se convirtió en su mundo. Allí abajo habían nacido generaciones. Seres adaptados a la oscuridad, olvidados por la historia.

—Robamos lo justo para sobrevivir —explicó—. Aquí todos tenemos un papel. Unos cazadores, otros recolectores… Y algunos, como yo, exploradores.

—¡Qué guay, un explorador! —dijo Vera.

—Sí. Como vosotros, ahora —respondió con una sonrisa rara. Había algo inquietante en su mirada, como si supiera algo que no decía.

Caminamos entre ellos. Algunos parecían niños. Otros, ancianos prematuros, con la piel ceniza por la humedad. Y, aun así, había alegría en sus rostros. Música rock salía de algún rincón, y un olor delicioso a sopa caliente y pan recién hecho flotaba en el aire.

—Es maravilloso este lugar, Iker. Pero debemos irnos. ¿Podemos volver otro día? —pregunté.

Iker bajó la mirada.

—Eso ya no depende de mí.

—¿Qué quieres decir?

Un ruido seco nos hizo girar. Varias figuras bloqueaban la salida. Altos, con trajes de cuero ajustado. Uno, el que parecía el Jefe, habló.

—¿Qué han dicho los de arriba?

—Nada todavía. Pero estos ya han visto demasiado.

Iker dio un paso atrás. Su sonrisa se borró.

—Lo siento —susurró—. A veces, para quedarse aquí… hay que olvidar lo de fuera.

Las luces parpadearon. Y todo se volvió negro.

Pasaron los meses. En la superficie, el caso de la desaparición de los hermanos Martínez se desinflaba. Lo que en un principio ocupaba portadas y abría telediarios fue tragado por el flujo de nuevas noticias. La ciudad entera parecía haberlo olvidado.

La policía, impotente, no encontraba una sola pista. Ninguna cámara. Ningún testigo. Ningún error.

En casa, el dolor lo devoraba todo, como si fuera un monstruo. Los padres, María y Jesús, apenas se hablaban. El duelo sin cuerpo, sin respuesta, comenzaba a pudrirlo todo. A secarlo. A marchitarlo como se marchitan las risas de los condenados en el corredor de la muerte.

—¿Por qué tuviste que aceptar ese puto trabajo? —repetía María una y otra vez, como si allí estuviera la respuesta.

Las noches eran eternas. Llenas de silencio y sueños rotos. De caminos de tierra espesa. De barro que se pega a los pies y al alma. Fango que ahoga, que aprieta… pero no mata. Que desespera. Que deja marca.

Mientras tanto, en un chalet a las afueras, dos pequeños de nueve y once años se deslizaban en la oscuridad del salón.

Entraban en silencio, como sombras, rebuscaban en la despensa y la nevera, tomaban lo que podían y se marchaban igual que habían llegado: sin dejar rastro.

Luego se perdían en la noche, rumbo a casa.

Pero su hogar ya no estaba en la calle Batalla de Bailén.

Su hogar ahora estaba donde nadie mira. Bajo las aceras.

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