Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 16. El Padre Eugene
Siempre he creído que las historias más inquietantes son aquellas que se esconden tras el silencio, entre los rincones oscuros de la mente y el alma. Como periodista del diario mostoleshoy, he informado sobre muchas tragedias, pero nunca pensé que me encontraría con un relato que desenterrara los temores más profundos del ser humano aquí, en nuestra ciudad. Todo comenzó un día gris de octubre, cuando decidí visitar al padre Eugene, el párroco de la Iglesia de la Asunción, quien estaba a punto de jubilarse. Había rumores de un suceso ocurrido en 1990 que había marcado su vida para siempre y, por ende, la de toda la comunidad.
Mientras me acercaba a la parroquia, sentí un extraño escalofrío. La iglesia, con su fachada de piedra desgastada y su torre mudéjar, parecía observarme. Al cruzar las puertas de madera, el aire se volvió denso, impregnado de olor a incienso y recuerdos de mi primera comunión. Allí estaba el padre Eugene, en un rincón, cerca del confesionario, con su rostro surcado por arrugas que contaban historias de fe, redención y sufrimiento.
Según me acercaba, su mirada se cruzó con la mía. Solo habíamos hablado por teléfono, pero me reconoció sin dudar.
— David, ¿cierto? —preguntó con voz temblorosa, mientras
me extendía la mano.
— Sí, padre. Gracias por su tiempo.
Nos sentamos en un banco de la iglesia, y mientras la luz del atardecer se filtraba a través de las vidrieras, le pregunté sobre aquel suceso que lo había atormentado durante tantos
años.
— Fue en 1990 —comenzó, mientras su mirada se perdía en el vacío—. Una niña llamada Miriam. Tenía solo diez años. Su madre, una mujer con profundas raíces católicas, acudió a mí desesperada, afirmando que su hija estaba poseída. No sabía si creerle, pero su angustia era desgarradora.
— ¿Y qué pasó? —inquirí, sintiendo que la tensión en el aire
aumentaba.
— Acudí a aquella vieja casa. Raquel vivía sola con su hija; estaba separada. No se entretuvo y me llevó directamente a la habitación de ella. Al entrar, me encontré con Miriam, una niña brillante, con ojos vívidos como estrellas en la oscuridad, tumbada en la cama. Pronto, esos mismos ojos se convirtieron en abismos inquietantes al verme. Se llenaron de un terror indescriptible. Las cosas cambiaron rápidamente, como si un velo oscuro hubiera caído sobre ella. Comenzó a hablar con voces extrañas, susurros que rasgaban el aire como animales en la noche. Era como si una multitud de almas en pena se hubiera apoderado de su pequeño cuerpo, cada una clamando por liberación y venganza.
La atmósfera en la habitación se volvía cada vez más opresiva, un aire denso que parecía cargado de un hedor a putrefacción, como si la muerte misma se hubiera instalado en su rincón; lo impregnaba todo.
Las sombras danzaban a su alrededor, retorciéndose en formas grotescas y fantasmales que se burlaban de mi incredulidad. Aquella fue la primera de muchas otras veces. Volví allí en varias ocasiones. Recuerdo que una noche, mientras la luna creciente iluminaba de forma tenue el espacio, vi algo que me paralizó, que desafió toda lógica: la pequeña pareció entrar en un trance abominable, como si la gravedad no tuviera poder sobre ella. Su cuerpo se arqueaba en ángulos imposibles; cada contorsión hacía crujir sus frágiles huesecillos. Fue… aterrador. En ese instante, supe que había cruzado una frontera, una línea que separaba la razón de lo inefable, y que jamás podría regresar de ese abismo.
La voz del padre Eugene temblaba mientras me narraba aquella desgarradora historia. Sus palabras me sumergieron en una oscuridad que parecía envolvernos. Decidí interrumpirlo.
— ¿Pudo ayudarla?
— No —respondió, bajando la mirada—. Tenía serias dudas y, en lugar de actuar con la fe que me había guiado toda mi vida, me dejé llevar por la razón. Los psiquiatras dijeron que
era un caso de esquizofrenia. La medicaron y la internaron en el ala de psiquiatría del hospital de Móstoles. Fui a verla días después.
La conversación se tornó más intensa. El padre comenzó a relatarme el día en que decidió visitar a Miriam en el hospital.
— Cuando entré en la habitación, el ambiente era sórdido y el frío ocupaba cada molécula del aire que se respiraba en aquella sala. La niña estaba en la cama, atada, con los ojos en blanco. Su madre, sentada en una esquina, lloraba en silencio, desconsolada. Me acerqué a ella y, sin previo aviso, Miriam me miró y dijo: «No puedes salvarla, padre. Ella es mía». Un estremecimiento recorrió mi cuerpo mientras escuchaba aquel salvaje y gutural berrido. La voz de Miriam quería luchar contra aquella brutal entidad y, aunque intentaba dejarse oír tras los graves y coléricos alaridos, solo era un eco que resonaba de fondo bajo aquella fuerza aterradora —dijo Eugene.
— ¿Qué hizo usted, padre? —le pregunté, sintiéndome cada vez más atrapado en su relato.
— Intenté hablar con ella, pero la niña no respondía. En su lugar, una voz oscura, salida del mismo infierno, habló a través de su boca: «Tu fe es débil, Eugene. Puedes intentar todo lo que quieras, pero nunca podrás liberar a la puta niña». Después, una risa burlona llenó la habitación, y yo, incapaz de moverme, me di cuenta de que el miedo que sentía no solo era por lo que le estaba pasando a Miriam, sino por lo que todo aquello significaba. Salí aterrado de la habitación y corrí al vestíbulo. Allí había una cabina de teléfono.
— ¿Y entonces? —insistí, cada vez más intrigado.
— Llamé a la archidiócesis de Madrid para poner en conocimiento suyo el caso. Pero fue demasiado tarde. Miriam murió esa misma noche. Nunca supe realmente si fue la enfermedad o algo más. Nunca sabré si estaba poseída o si la mente humana puede volverse un lugar tan oscuro que consume incluso a los más inocentes.
El silencio se instaló entre nosotros, pesado y doloroso. El padre Eugene se cubrió el rostro con las manos, como si intentara ahogar el recuerdo.
— Si hubiera confiado en mi fe, si hubiéramos realizado el exorcismo en lugar de someterla a una terapia… —murmuró, con los ojos ahogados en lágrimas—. Tal vez, solo tal vez, podría haberla salvado.
Lo miré mientras se derrumbaba como se derrumba un castillo de naipes. El padre Eugene se levantó, caminó hacia el altar y, con voz temblorosa, comenzó un discurso que resonó en la iglesia vacía.
— El mal existe, no solo en formas tangibles, sino en las sombras que habitan en nuestro interior. Nos engañamos a nosotros mismos, convencidos de que la razón siempre prevalecerá. Pero, en ocasiones, el verdadero horror se encuentra en la incapacidad de reconocer la batalla que libramos entre la fe y la duda —sentenció el padre.
Después, desapareció tras la sacristía, dejando en el aire una sensación de pérdida inconmensurable. El altar vacío, con la imagen de aquel Cristo tétrico y ensangrentado, parecía observarme, invitándome a hacerme preguntas que nunca, hasta el momento, me había planteado.
Me dirigí a la salida y, antes de abrir la puerta, miré nuevamente hacia atrás.
Al abandonar la iglesia, sentí el frío que trajo consigo la caída de la noche. Las palabras del padre Eugene resonaban aún en mi mente mientras reflexionaba sobre el origen del mal, la fe y las enfermedades mentales. ¿Era posible que existiera una línea tan delgada entre lo sobrenatural y lo psicológico? ¿Podía el miedo a lo desconocido transformar la realidad en algo aterrador?
Cuando abandoné la parroquia, la noche se había cerrado; una espesa niebla cubría la ciudad y yo caminaba solo a través del pasaje que lleva desde la iglesia a la plaza del ayuntamiento. Bajé después las enormes escaleras hacia la Avenida de la Constitución. Reflexioné entonces, mientras las suelas de mis zapatos golpeaban el húmedo suelo, sobre cómo algunas historias nunca se apagan; permanecen como ecos en la oscuridad, esperando ser contadas. La verdad, quizás, es que el verdadero terror no radica en la existencia del mal, sino en nuestra incapacidad para enfrentarnos a él.
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