Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 18. Dos formas de escribir
Elena Villanueva contempló su reflejo en el majestuoso espejo veneciano que presidía el vestíbulo de su residencia decimonónica del centro de Móstoles, una pieza antigua que había pertenecido a la familia durante generaciones. Con dedos delicados y precisos, ajustó sus gafas de montura dorada, mientras estudiaba cada detalle de su apariencia con el ojo crítico de quien ha sido educada en la más alta sociedad literaria. Su traje de Chanel, en un sobrio tono gris perla, se ajustaba a su figura con la misma perfección con la que ella pulía cada frase de sus novelas. El collar de perlas cultivadas que adornaba su cuello había sido un regalo del círculo de críticos literarios de Madrid, tras la publicación de su última obra. Sesenta años de una carrera literaria relativamente exitosa meticulosamente construida se reflejaban en cada pliegue de su vestimenta, en cada gesto, en cada premio que adornaba las estanterías de caoba de su biblioteca personal. Con la elegancia propia de quien ha compartido mesa con García Márquez y ha debatido con Vargas Llosa, tomó su bolso de piel italiana, un Prada de edición limitada, y el ejemplar de «Cien años de soledad» que siempre la acompañaba, sus páginas estaban ya gastadas y anotadas con su característica caligrafía en tinta violeta.
Al otro lado de la ciudad, en Rosales, Sara Martín se enfundaba unos vaqueros gastados que habían visto mejores días, con ese desgaste natural que solo consiguen las prendas realmente vividas. Eran sus favoritos, los que llevaba en cada presentación de libro, su amuleto de la suerte. La camiseta de los Zeppelin, comprada en un concierto tributo en un bar de mala muerte, tenía una pequeña mancha de café que se negaba a desaparecer, pero a ella le daba igual. Treinta años recién cumplidos y una energía que desbordaba por cada poro de su piel. Cinco novelas publicadas en seis años, todas ellas convertidas en bestsellers internacionales, traducidas a veintidós idiomas y con una legión de fans en redes sociales que no paraban de pedirle más. Sus historias de terror psicológico mantenían en vela a medio país. Su editor la llamaba «la nueva reina del suspense», aunque ella odiaba esa etiqueta. Se recogió su melena castaña en un moño descuidado con un lápiz que siempre llevaba encima para anotar ideas, y metió su ejemplar desgastado de «El resplandor» en una mochila que había visto tantos viajes como capítulos había escrito. Era una edición de bolsillo con las esquinas dobladas y el lomo partido de tanto uso, subrayada y anotada como un diario personal. Echó un último vistazo a su pequeño apartamento de cincuenta metros cuadrados, con las paredes cubiertas de pósters de películas de terror y estanterías desbordadas de libros apilados sin orden ni concierto.
Cogió las llaves del cuenco de cerámica que había hecho en un taller de manualidades, se puso sus Converse negras desteñidas y salió, dejando tras de sí el manuscrito a medio terminar de su próxima novela en un ordenador portátil con pegatinas frikis y múltiples referencias a la cultura Pop.
Elena caminaba por las calles peatonales del centro. Sus tacones resonaban sobre la acera. Los comerciantes la saludaban con reverencia.
— Buenos días, señora Villanueva — dijo el estirado dueño de la librería que había al lado de la Iglesia.
— Buenos días, Antonio — respondió sin detenerse.
Sara, en cambio, atravesaba una zona de edificios recién construidos en la calle Abogados de Atocha. Se detuvo en un moderno café. Relativamente cercano a la estación de tren.
— Un latte con leche de avena, por favor — pidió mientras tecleaba en su móvil.
— ¿Tú nombre para avisarte? — preguntó el camarero. No pareció reconocerla.
— Sara.
El parque Liana fue el punto donde convergieron ambos mundos. No era la primera vez que allí coincidían. Elena llegó primero. Se sentó en un banco de madera, junto al pequeño lago y abrió su libro.
Sara apareció diez minutos después. Posó su apretado culo en el extremo opuesto.
— King — murmuró Elena sin levantar la vista. Interesante elección — dijo con ironía.
Sara alzó la mirada.
— García Márquez — respondió — Todo un “clásico”.
— Más que el suyo, supongo. La verdadera literatura debe elevarnos, hacernos mejores. No solo entretenernos.
— La verdadera literatura debe conectar con la gente. ¿De qué sirve escribir si nadie te lee?
— Me leen — dijo Elena —. Quizás no millones, pero los que importan.
—- ¿Y quiénes son los que importan? — preguntó Sara.
— Los que entienden que la literatura es más que una sucesión de sobresaltos y escenas gore.
— Al menos mis lectores no necesitan un diccionario para entender lo que escribo.
— La simplicidad es el último refugio de los ineptos.
— Y la complejidad el escudo de los mediocres.
Elena apretó su bolso con fuerza y con rabia.
—- ¿Sabe cuál es el problema con su generación? — dijo —. Han convertido la literatura en fast food.
— Y ustedes la han convertido en un club exclusivo donde solo entran los que conocen la contraseña.
Elena miró su reloj y se levantó.
— Ha sido una conversación… reveladora. Se me hace tarde.
Elena sacó su teléfono mientras se alejaba, marcó. Sara continuó leyendo.
En no más de quince minutos, un hombre apareció silenciosamente por detrás. Un disparo sordo le voló la cabeza. Sara cayó sobre el libro, empapándolo con su sangre.
El sicario sacó su teléfono mientras se alejaba del solitario escenario.
— Está hecho — dijo-. Aunque debo decir, señora Villanueva, que en mis quince años de profesión, este ha sido el encargo más extraño. ¿Matar a alguien por escribir diferente?
— ¿Está muerta?.
— Completamente.
— Bien. No le des más vueltas.
— En fin, no estoy para juzgar — sentenció el sicario.
Al caer la noche, en su biblioteca, Elena sostenía «El resplandor». Lo había encargado por Amazon, no podía permitirse que nadie la viera comprándolo, llevaba años labrándose una reputación y no era viable tener un desliz.
— ¿Habrá merecido la pena morir por escribir y leer semejantes mamarachadas?» — murmuró para sí misma.
Se acomodó en su sillón de cuero. Una lámpara Tiffany proyectaba sombras extrañas sobre las paredes cubiertas de libros. Comenzó a leer, intento dormir después, no pudo conciliar el sueño. La mejor almohada es una conciencia tranquila, y ella no la tenía. El resplandor, por cierto, le encantó.
Al día siguiente, los titulares estallaron como una bomba de realidad en el mundo literario. Los periódicos tradicionales, esos que Elena leía cada mañana con su café colombiano, desplegaban en sus portadas la noticia con titulares sobrios: “Asesinada la exitosa escritora Sara Martín Villanueva en el Parque del Liana”.
Los medios digitales, esos que Sara solía consultar en su móvil mientras esperaba su café con leche de avena, explotaban con titulares más sensacionalistas: “La reina del thriller español, víctima de un crimen digno de sus novelas”. Las redes sociales ardían con teorías, homenajes y fragmentos de sus libros. Nadie había reparado aún en el apellido Villanueva que compartían víctima y victimaria, un detalle que permanecía oculto, por el momento, como una frase crucial en medio de un denso párrafo literario.
Sus lectores, más de un millón en Instagram, inundaban su último post con emojis de corazones rotos y promesas de mantener viva su memoria. Mientras tanto, en las librerías, sus novelas comenzaban a agotarse, cumpliendo así la más cruel de las ironías: su muerte la convertía en el tipo de clásico instantáneo que su madre tanto despreciaba.
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