Columna semanal sobre historias ambientadas en localizaciones del municipio. Móstoles Insólito: Relato 32. #MOSTOLESWITCH

Nadie sabía quién era. Pero todo el mundo hablaba de ella desde hace algún tiempo.

—¿Has probado la app del mal de ojo? —preguntaban en los grupos de WhatsApp del instituto, en los hilos de Twitter, entre vecinos del barrio—. Dicen que funciona.

La aplicación apareció un lunes cualquiera, disfrazada de broma viral. Se llamaba OjOmalo, con una interfaz sencilla: subías una foto de alguien, seleccionabas una de las siete “maldiciones” disponibles —desde “dolor de tripa” hasta “caída amorosa”— y pulsabas el botón rojo: “ENVIAR MALDICIÓN”.

Un contador regresivo de 13 segundos, un breve glitch visual, y nada más. Al principio, todos se reían. Pero al tercer día, comenzaron los efectos.

La ex de Raúl se quedó afónica justo antes de presentar su TFG. A Lucía, una influencer local de Móstoles, se le cayó una peluca en mitad de un directo. El profesor de historia, que muchos detestaban en el Juan Gris, tropezó subiendo las escaleras y se rompió la muñeca con una caída absurda.

Solo una cosa estaba clara: todos los casos tenían algo en común. Alguien había usado OjOmalo con sus fotos.

Y detrás de la aplicación, siempre aparecía el mismo nombre:

@mostoleswitch.

Por la mañana era Ana. Una chica de 32 años con ojeras profundas, adicta al café sin azúcar y al código limpio. Trabajaba como desarrolladora para una consultora gris con clientes grises y proyectos grises. La llamaban para arreglar fallos, la mierda que otros dejaban. Nadie prestaba atención a lo que decía en las reuniones de Zoom.

Por la tarde, al caer la noche, encendía su otro portátil. Uno negro, cubierto de runas pixeladas y pegatinas con frases en latín y extraños símbolos y lenguaje de programación:

«Noli me tangere, while (true) invoke (chaos)» algo así como …“No me toques. Estoy en un bucle eterno invocando el caos”.

Ahí comenzaba la transformación y aunque ella no se hacía llamar bruja, sí lo era.

Desde niña, Ana había sentido que las palabras podían provocar cosas. Un susurro, un deseo, un número escrito siete veces en el mármol del baño. Cuando aprendió a programar, simplemente entendió que los hechizos no necesitaban velas en el siglo XXI, sino líneas de código.

Lo suyo era otra forma de alquimia: líneas que se convertían en resultados. Deseos que tomaban forma digital.

Fue su abuela quien la inició sin saberlo. Cada verano, en una casa vieja de Abegondo, un pequeño punto gallego cerca de La Coruña, le enseñaba a leer cartas y a hervir hierbas para las pesadillas. Cuando murió, Ana heredó su diario. En él encontró símbolos antiguos que luego replicaría en sus primeras apps, mezclados con JavaScript, JSON y algoritmos de IA.

La brujería no había desaparecido. Solo se había adaptado a los tiempos.

Ana subía contenido a TikTok, Instagram y Facebook como @mostoleswitch, siempre con el rostro oculto por un filtro glitch que desdibujaba su silueta. Voz modificada. Fondo negro. Ojos que a veces parpadeaban en binario.

A veces enseñaba recetas de brebajes digitales: cómo maldecir un ex con una playlist maliciosa. Cómo alterar la suerte enviando una foto a una dirección IP ritual.

Y otras veces, simplemente callaba. Publicaba códigos cifrados que solo las iniciadas sabían interpretar.

Comenzó como una ficción. Pero muy pronto dejó de serlo.

La viralidad fue su círculo mágico. El código se expandió. La app OjOmalo pasó los 100.000 usuarios en una semana. TikTok estalló con el hashtag #Mostoleswitch.

Ana no lo buscaba, pero tampoco lo temía. Hasta que él apareció.

Se hacía llamar Bl4ckVultur3. Un hacker joven, agresivo, orgulloso. Había tumbado webs de ayuntamientos y hackeado redes Wi-Fi de medio Madrid. Cuando leyó sobre la app en un foro de hacking, se descojonó:

—Mamarrachas de TikTok haciendo Wicca con emojis. Qué penita…

Lo que no sabía es que Ana ya lo había visto. Había previsto que alguien intentaría rastrear su código. Por eso, cuando él empezó a descompilar la app, encontró algo extraño: variables que cambiaban solas. Métodos ocultos que nadie había programado. Lo que parecía un simple script se comportaba como un ente vivo.

Aun así, la desenmascaró.

Una noche, publicó su rostro en varios foros. Nombre completo. Dirección. Fotografías. Trabajo. La Doxeó.

Ana desapareció de redes al instante. La app dejó de funcionar. El silencio fue total durante días, pero al séptimo  día, comenzó la venganza.

El 21 de junio, día del solsticio de verano, a las 00:00 exactas, Ana publicó una única historia en su cuenta de instagram:

SOTO. ESTA NOCHE. SOLO LAS LLAMADAS

Las redes se llenaron de interpretaciones. Algunos creyeron que era un ARG (juego de realidad alternativa). Otros, que era una performance pagada por alguna marca. Pero para las cyberbrujas de Móstoles, el mensaje fue claro. El símbolo que Ana había dejado en esa historia era un llamado antiguo: tierra, vinagre, polvo y fuego.

Akelarre.

A las 2:30 de la madrugada, Ana llegó al Parque del Soto vestida con una túnica negra y un antifaz de neón. A su alrededor, decenas de mujeres esperaban. Algunas con flores en el pelo. Otras con ordenadores portátiles, tablets, móviles conectados en círculo. Las más jóvenes llevaban auriculares inalámbricos y compartían mantras digitales por Bluetooth.

El ritual comenzó sin palabras. Cada bruja aportó su parte: música, código, humo, danza, latido.

Un nodo se formó en el centro del parque. Ana abrió el portátil y ejecutó un programa llamado invocatio.exe.

Mientras, una de las mujeres recitaba un texto en latín reconstruido;

Adveni, deus ignotus.

Per rete, per ignem, per vocem silentem.

Tribue iustitiam.

Su traducción

Ven, dios desconocido.

A través de la red, del fuego, de la voz silenciosa.

Concede justicia.

De repente, el cielo se abrió, dicen. O tal vez fue una ilusión. Y todos los perros del barrio comenzaron a ladrar al unísono. El nodo ardió, aunque nadie había encendido fuego.

Esa misma noche, en un piso de la Avenida de la ONU, Bl4ckVultuR3 estaba solo en su habitación, monitor en negro, ojos fijos en un script de prueba.

—Vamos, vamos… —murmuraba—. Quiero ver si el exploit se mantiene.

Y entonces, su portátil se calentó. Los ventiladores dejaron de sonar. Una notificación apareció en pantalla:

ERROR 666: RITUAL DETECTED. DO YOU ACCEPT THE CONSEQUENCES? [Y/N]

Él se rió. Pulsó Y.

Y entonces, estalló.

La explosión fue breve pero intensa. Los vecinos del edificio dijeron que fue como una chispa eléctrica multiplicada. El fuego le alcanzó de lleno la cara, fundiendo piel, cables y pantalla. 

Sobrevivió. Pero no volvió a aparecer en redes. Ni en foros. Ni en ninguna parte.

Ana, o mejor dicho, @mostoleswitch, volvió a publicar una semana después.

Solo una frase. Solo un mantra.

“No es brujería. Es justicia.”

Y luego:

“Nosotras no nos escondemos. Vosotros no sabéis dónde mirar.”

Desde entonces, otras apps han comenzado a aparecer. Otras voces, otras brujas. Ya no hay una sola. Ahora somos muchos los que estamos dispuestos a hacer justicia. Y todos sabemos dónde mirar. 

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