Nuevo relato otra semana más con un toque diferente a los habituales. Móstoles Insólito: Relato 47. El Encargo

Me acerqué despacio, aproximé el cañón a su nuca y le volé la tapa de los sesos. No le di más vueltas. Es lo que quería y así lo hice. Perdón si no me he explicado bien; lo que él quería, así me lo había pedido como respuesta a aquel anuncio que yo había publicado hace unas semanas en la ‘deep web’ ofreciendo, por una suculenta suma, acabar con tu vida a domicilio.

Fue asqueroso; la sangre me salpicó prácticamente toda la cara, e incluso algunos trozos de su cerebro se colaron directamente en mi boca. Fue desagradable, sí, pero menos de lo que pensaba. No era la primera vez que lo hacía; bueno, sí, con una persona, pero en el matadero, cuando vivía en el pueblo hace muchos años, lo había hecho cientos de veces. Ahora bien, no es lo mismo matar un cerdo que un hijo de Caín, aunque una vez en faena, lo mismo da la sangre de un guarro que la de un pobre diablo. Dios le tenga en su seno.

Matarle por la espalda y a sangre fría no me costó demasiado; total, es lo que él había solicitado. Ahora bien, tenía que haberlo pensado antes, pues una cosa es matar a un tipo por una ilusionante suma y otra es todo lo que viene después, porque al fin y al cabo, por mucho que él lo quisiera, no dejaba de ser ilegal y ahora tenía que recogerlo todo y no dejar huellas.

Y ahí es donde empezaron los problemas, porque no tenía ni la más remota idea de cómo hacerlo sin dejar rastro. Y, aunque el cine te enseña el camino y te da muchas pistas, no es lo mismo verlo en la pantalla grande que tenerlo delante de tus narices.

Pues nada, que al final lo único que se me ocurrió fue abrir el gas de los fuegos de la cocina, marcharme y cerrar la puerta del piso tras de mí. Después, y mientras bajaba caminando por las escaleras, lancé mi zippo, encendido, desde una de las ventanucas del descansillo que daba al patio interior a ver si acertaba y éste se colaba por la ventana entreabierta de la cocina. Joder que si acerté; la explosión no tardó en oírse y, aunque no fue tan espectacular como la de una serie, creo que sí lo suficientemente potente como para que la cocina empezara a arder y después el fuego se propagara rápidamente al resto de la casa.

Corrí sin sentido por las escaleras, con la garganta seca, mientras veía el humo trepar como una nube negra que devoraba el amanecer. Mi cuerpo vibraba con la adrenalina del que ha cruzado una línea y descubre que no hay vuelta atrás. Observé desde la distancia mientras los primeros vecinos se agrupaban y las sirenas —mucho después, siempre demasiado tarde— comenzaban a dibujar su sonido en el barrio de Villafontana.

Llegué a casa en torno a las 07:00. Era un domingo de mayo, y a esa hora y en ese mes, las luces anaranjadas del amanecer tiñen el cielo de Móstoles y le otorgan a los tejados y antenas que se divisan desde mi piso un aire más que romántico, digamos, casi místico.

Al fondo, la sierra de Guadarrama me recordaba lo bonito que es Madrid y los contrastes tan… digamos, preciosos que puede ofrecernos nuestra comunidad autónoma, capaz de ofertarnos un desayuno de sangre y sesos a primera hora de, llamémoslo “la mañana”, y un poco después, un bucólico paisaje urbano con las montañas de fondo.

Me duché tras contemplar el paisaje desde la ventana de mi habitación y me lavé los dientes antes de desayunar para quitarme el regusto a hierro que me había dejado la sangre de aquel paisano. No tardé en meter toda la ropa en la bañera y prenderla fuego para reducirla a cenizas. Encendí el grifo y el agua que caía desde la alcachofa que estaba colgada en la pared —curioso nombre para llamar a la ducha— hizo el suyo y se llevó los restos de la improvisada hoguera doméstica por el desagüe.

Me senté después en el salón, miré de nuevo por la ventana y comencé a observar cómo la avenida de Portugal comenzaba a llenarse discretamente de transeúntes que salpicaban la gran arteria que cruzaba la ciudad de Este a Oeste.

Empecé a imaginar cómo algunos de ellos iban a por churros para desayunar en familia, otros a coger la Renfe camino al Retiro para darse un paseo en barca por el lago e incluso cómo algunos venían aún resacosos, dejando atrás la gran urbe, la ciudad de Madrid, después de haber intentado mojar, también el churro, y no haberlo conseguido.

Entre tanto, entre sorbo y sorbo del tercer café que me había servido ya en menos de tres horas, las imágenes de caminantes y domingueros se alternaban en mi cabeza con la de los sesos de aquel desdichado esparcidos por el sillón eléctrico que decoraba el salón donde le había dado la extremaunción.

Sonó el telefonillo; no recordaba que Amazon repartía también en el día del Señor. Me puse hasta nervioso de saber que tendría mi manga de Gou Tanabe un día antes de lo que esperaba. La mañana se presentó de repente, más que ilusionante. Qué júbilo.

El sol comenzó a posicionarse invicto en el cielo azul de la ciudad de Móstoles y el polen de los árboles pululaba entre los edificios. Las cotorras revoloteaban entre los chopos y el humo de los escapes de algunos coches se mezclaba con las silenciosas toneladas de litio de las múltiples baterías que rodaban sobre el asfalto.

La realidad volvió a golpearme con fuerza al encender la radio local y escuchar un avance informativo: “Una explosión de gas en el barrio de Villafontana había segado la vida de un vecino de mediana edad que dormitaba en el sillón de su salón. El terrible accidente también había acabado con la vida de sus dos hijos, de 7 y 9 años, que dormían profundamente en su habitación”. Pobres. Dios los tenga en su seno.

Entré en la puñetera ‘deep web’ y quité el anuncio; tendría que seguir apañándome con mi mísero sueldo de sacerdote. Después, salí hacia la iglesia de la Asunción. Los domingos suelo ir a misa…

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