Móstoles Insólito: Relato 8. La peculiar historia de Thomas Tribuli

Móstoles Insólito: Relato 8. La peculiar historia de Thomas Tribuli

Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 8. La peculiar historia de Thomas Tribuli 

De todos es sabido que trasgos, duendes y hadas habitan entre nosotros. Desde tiempos inmemoriales están ahí, esperando a que en un descuido dimensional, la fina línea que separa nuestros mundos, se rasgue para colarse entre nosotros.

La historia que hoy os voy a contar supera todos los límites de la cordura, pues no hay explicación alguna que pueda justificar cómo lo imposible se hizo posible.

Yo era pequeño, apenas a unas semanas de cumplir 9 años cuando, allá, a finales de los ochenta, más concretamente el 1 de abril de 1988, mientras paseaba con mis amigos por el parque del Soto, me pareció atisbar entre la maleza, junto al lago, unos pequeños movimientos entre las hojas de aquel arbusto que llamaron poderosamente mi atención.

Serían las 16:00 horas, era domingo y el calor, aunque no hacía estragos, se dejaba notar.

Chicos, ¿lo habéis visto? — les pregunté a David y a Raúl, mis inseparables compañeros de aventura, con voz de asombro.

¿Qué si hemos visto qué? —contestó David, incrédulo.

Allí, hay algo en la maleza. ¿De verdad que no lo habéis visto?

Allí no hay nada — contestó Raúl.

Me rezagué, y mientras ellos seguían con paso firme y se alejaban recorriendo el camino de tierra que lleva de nuevo hasta los campos de fútbol de hierba, yo me detuve a olfatear qué era aquello que, con un tintineo tan particular, mecía las ramas de aquella pequeña planta.

Me acerqué con sigilo; no quería asustarlo ni asustarme si me descubría, por lo que lo mejor sería aproximarme con mucho cuidado.

Me arrimé todo lo que pude y miré desde arriba. Allí estaba él, de espaldas al camino y con la mirada perdida en el lago. No me había oído llegar; ensimismado en sus pensamientos, permanecía impávido y ajeno a nuestro mundo.

No debía medir más de treinta centímetros. Tenía el pelo largo, cortado a jirones y de color azul. Vestía una pequeña casaca de cuero marrón y unos pantalones también de cuero que dejaban ver, tras el bajo, unos enormes pies descalzos.

Eres un “duende” — le dije, atónito.

Se giró; sorprendido, sobresaltado y un tanto enfadado.

No soy un duende — dijo, enojado—, soy un Tríbuli. Me llamo Thomas.

Le miré; no podía creerlo.

¿Un Tríbuli? — pregunté

Había leído sobre duendes, boas devoradoras de elefantes, hadas, comerrocas gigantes, tortugas vetustas, dragones blancos y peludos, hombres grises con puros humeantes, espantapájaros y seres de hojalata rodeados de baldosas amarillas, e incluso de hobbits que vivían en comarcas lejanas, pero nunca había oído hablar de Tríbulis.

¿Qué miras, “pasmao”? ¿Nunca has visto un Tríbuli? —su voz, ni aguda ni grave, más bien normal, reafirmó que estaba delante de algo insólito.

Conversamos durante un buen rato. Me explicó cómo había llegado hasta allí y que no era la primera vez que le pasaba.

A veces, cuando nuestros mundos se conectan, un puente se forma y, si los astros son propicios, la tela que separa nuestras dimensiones se rasga. Como soy despistado y torpe, sin querer … me cuelo en vuestro mundo — me dijo.

Fue increíble, realmente maravilloso hablar con Thomas, pero lo más extraordinario y singular es que me dijo que pasaría algún tiempo hasta que la tela dimensional que hay entre nuestras realidades volviera a abrirse de nuevo.

Añadió que, si no me resultaba tedioso, ni raro, ni extravagante, se quedaría conmigo una temporada. Y así, en una tarde de domingo cualquiera, comencé a convivir con Thomas y con su peculiar condición.

Era raro, porque nadie excepto yo podía verle. Nadie excepto yo podía hablar con él y nadie excepto yo, lo protegía para que nada le pasara. Me encantaba estar con Thomas. Disfrutaba cada momento, cada precioso minuto del día de su presencia, sin importarme jamás lo que el resto del mundo pensara de nuestra relación.

Estuvimos juntos varios años; me acompañó y me ayudó cuando lo necesité, hasta que un buen día comencé a notar cómo aquel pelo azul y aquella chaqueta de cuero, cada vez más se iban volviendo traslúcidas, irreversiblemente.

Un día, de la noche a la mañana, desapareció, se esfumó sin dejar rastro. Me dejó solo. Bueno, no exactamente solo, porque de tanto que habíamos estado juntos, algo en mí había cambiado. Algo que aún permanece y me hace ver las cosas, quizá de forma diferente.

Después estuve muchos años, muchos, sin verle, pero este verano, paseando por el parque de El Soto, esta vez en compañía de mis hijos, me pareció, entre la maleza, cerca de la orilla, volver a verle. Quizá, y solo quizá, si los astros son propicios, aparezca de nuevo Thomas Tríbuli y en esta ocasión, se haga amigo de alguno de mis hijos.

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