Móstoles Insólito: Relato 9. Pasen y vean

Móstoles Insólito: Relato 9. Pasen y vean

Nueva columna dominical de historias ficticias ambientadas en Móstoles. Móstoles Insólito: Relato 9. Pasen y vean

Un enorme y colorido cartel anunciaba la llegada del circo Cotti a la ciudad de Móstoles. Hacía años que el circo no llegaba a la ciudad y se había levantado un gran revuelo, porque aquel circo prometía números diferentes.

Martín echaba la vista atrás y recordaba su infancia de ciudad en ciudad con el circo ambulante de sus padres. Su madre Clara había sido contorsionista antes de asentarse en Móstoles y su padre, trapecista, dejó de actuar hace años para dedicarse a su familia. Ahora trabajaba en un Mercadona en las afueras del pueblo, pero el amor por el circo jamás lo abandonó y había enseñado a Martín a soñar en grande, por lo que Martín, ahora con 30 años y un fuerte espíritu emprendedor, había decidido montar su propio circo. Móstoles, la ciudad en la que vivía, fue la elegida para hacer el primer espectáculo.

El gran circo Cotti abrió sus puertas al caer la tarde. El intenso aroma a palomitas recién hechas se mezclaba en el aire con ese peculiar olor a algodón de azúcar que todos conocemos. Las luces brillaban intensas y una música, como de otra época, llenaba el ambiente.

Martín estaba realmente inquieto. Había trabajado duro para hacer realidad el sueño de tener su propio circo, pero los últimos años en el sector habían sido difíciles; la gente había perdido el interés en el circo. Las redes sociales y el entretenimiento digital habían desbancado las atracciones tradicionales. Muchos no creían que el circo pudiera ofrecer algo nuevo o emocionante. Sin embargo, el deseo de Martín de revivir la magia del circo lo impulsaba a seguir adelante.

Eran las 20:00 horas cuando Martín, ataviado con un pantalón vaquero azul y una sudadera de lo más normal, apareció ante la multitud que le rodeaba. Las expectativas eran altas; era complicado sorprender a un público acostumbrado a continuos bombardeos de superentretenimiento, espectáculos grandiosos, musicales pomposos e incluso, últimamente, dosis de abundante diversión generada por inteligencia artificial. Aún así, allí estaba Martín, delante de toda esa gente, vestido sin pena ni gloria para presentar “El mayor espectáculo que jamás hayan visto”. Esas fueron exactamente sus palabras; yo estaba allí.

Lo que pasó a continuación lo tengo grabado en mi retina y no creo que jamás pueda olvidarlo, pues hacía muchos, muchos años que no presenciaba un espectáculo tan maravilloso. Les recomiendo que estén atentos a lo que les voy a narrar a continuación porque, sin duda alguna, lo que vimos aquella noche, aquella colección de maravillosos números, nos hizo reflexionar a todos los presentes sobre la genial e increíble condición del ser humano.

Ahora, sin más dilación, pasen y vean.

El acto primero consistía en cuatro niños y tres niñas jugando en la calle, riendo y corriendo. En un mundo donde la mayoría de los pequeños preferían refugiarse en casa frente a una pantalla, ver a unos niños disfrutando del aire libre fue un espectáculo que realmente llamó la atención de todos poderosamente.

En el segundo acto un maestro daba clase a veinte alumnos, los cuales, sorprendentemente, escuchaban atentamente y participaban de forma activa. Algo tan simple, pero tan raro en tiempos de distracciones y desinterés.

Pasamos después al tercer acto, que fue, sin duda alguna, una escena extraordinaria: una familia de cuatro, compartía una comida saludable en una mesa. Se reían y hablaban animadamente, recordándonos a todos los tiempos en que las comidas en familia eran una norma que pequeños y grandes disfrutábamos.

La gente estaba como loca; pensaban que era imposible que allí sucediera nada más extravagante y maravilloso. Los más pequeños, sobre todo ellos, miraban boquiabiertos al centro de la pista. A los más mayores incluso se les escapaban algunas lágrimas que, de forma furtiva, recorrían sus mejillas y se estrellaban contra el suelo.

Cuando nadie esperaba ya nada más sorprendente, llegó uno de los números más impactantes. Dejen que les cuente; verán cómo se sorprenden también.

El cuarto acto presentó un programa de televisión en el que cinco tertulianos se reunían en un ambiente cordial para hablar sobre temas culturales y sociales, mostrando cómo se puede debatir con respeto y escuchar diferentes puntos de vista. Aquella escena capturó la esencia de la comunicación civilizada, donde todos tenían voz y la diversidad de opiniones era celebrada.

Durante el quinto, un grupo de adolescentes, de diversas edades y condiciones sociales de todo tipo, organizaban ante los atónitos ojos del público una limpieza comunitaria, una recogida de basura nada más y nada menos que en un parque. Un acto de profundo respeto por la naturaleza y de unidad que era raro, demasiado raro, ver en una sociedad cada vez más consumista e individualista.

Para finalizar el espectáculo, el sexto acto consistió en una pareja de abuelos que se abrazaban y besaban en los labios mientras bailaban un vals en el centro del escenario, iluminados por un foco direccional que les seguía a todas partes. Aquella escena nos recordó a todos que el amor y la alegría no tienen fecha de caducidad y que siempre hay esperanza.

Al final de la función, el público se puso en pie y aplaudió y aplaudió una y otra vez como si nunca antes hubieran aplaudido. Martín sintió que la pasión que le habían inculcado sus padres por el mundo del espectáculo cuando era chiquitito había despertado en el corazón de la ciudad algo que perduraría para siempre. El circo Cotti había logrado abrir los ojos de todos a la belleza de lo cotidiano.

Cuando acabó la función, el circo se quedó vacío y todos los artistas, tras abrazarse y felicitarse mutuamente, se fueron a descansar. La luna brillaba en el cielo sobre la ciudad de Móstoles. Fue entonces cuando Martín se sentó solo en medio de la pista. Había logrado algo histórico; había encontrado un propósito: recordar a todos que, a veces, lo extraordinario reside en lo más sencillo.

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