Columna semanal acerca de las confesiones que cruzan límites y dejan huella. Móstoles Insólito: Relato 35. Incauto

El otro día, mientras repasaba mensajes antiguos de Messenger, recibí uno nuevo. Venía sin asunto, sin firma, sin contexto. El remitente se hacía llamar J.D_1993. Al principio, dudé en abrirlo; pensé que sería spam o alguna cadena absurda, pero el texto me atrapó desde la primera línea.

Era un testimonio. Un relato largo, sincero e incómodo. Confesaba algo que llevaba años en silencio. A medida que leía, notaba cómo se me erizaban los vellos de los brazos. No tanto por lo que contaba, sino por cómo lo contaba: sin florituras, sin adornos, solo la verdad desnuda de quien estuvo cerca del abismo y vivió para contarlo.

Aquí lo transcribo tal cual me llegó:

Todo empezó en un local discreto que ya no existe. Lo llamaban La Tapadera y estaba a las afueras de Móstoles. Era un lugar cutre, de aspecto descuidado. Estaba cerca del polígono de Arroyomolinos, por el camino que lleva a la lechería de Los Combos. Justo allí, desde hace tiempo —y ahora prácticamente integrado en el casco urbano— han levantado un concesionario. Allí, cada noche, mujeres de mediana edad —y mucho dinero— acudían buscando compañía.

No era un burdel, al menos no oficialmente. Pero todos sabíamos a qué jugábamos.

Éramos chavales, alumnos de la URJC casi todos. Estudiantes de Trabajo Social, de Derecho, de Publicidad. Necesitábamos pasta, y la conseguíamos dejando que nos acariciaran, que nos invitaran a copas, que nos hicieran promesas. Algunos incluso cedían a más, si la noche y el sobre lo merecían. Aquellas viejas —algunas incluso con dentaduras postizas— no escatimaban a la hora de gastárselo en fiestas. Entre nosotros, las llamábamos “las momias”.

Al principio era fácil. Te bastaba con estar bueno; a veces, ni eso. Saber bailar, sonreír y dejarte querer muchas veces era suficiente. Pero la línea se iba difuminando. Las clientas empezaban a pedir más: tocamientos más explícitos, encuentros en hoteles. “Servicios especiales”, como decían ellas.

Yo iba con Dani, mi colega de clase. Estudiábamos juntos Derecho. Él era más lanzado que yo. Más guapo también, para qué mentir. Se movía como pez en el agua entre aquellas “abuelas”, sus perfumes caros, la ginebra rosa esa que estaba tan de moda entonces y sus miradas lascivas. Yo, en cambio, me mantenía al margen. Observaba como quien quiere pero no puede: por miedo, por asco, por ética… siempre miraba, a lo lejos. Y muchas veces me volvía a casa solo, porque Dani… a ese no solo le gustaba mirar.

Entre nosotros le habíamos apodado “El Zampaviejas”, y ese mote no había llegado porque sí. Se lo había ganado por méritos propios. Dani era, sin duda, el que más momias se había follado de todas las que solían dejarse caer por La Tapadera.

Recuerdo la noche en la que apareció La Yuliana como si fuera ayer. La Yuliana era una cantante venezolana famosísima que vivía en una urbanización de lujo cerca del Xanadú. No sé cómo acabó allí ni qué buscaba, pero como Dani ya era famoso por su hoja de servicios, pidió hablar con nosotros en privado. Estaba interesada en contratar a dos chicos para una fiesta privada. El pago: 1.200 € por cabeza.

Nos citó en un chalet de Boadilla. Lo recuerdo todo bastante bien. Por aquel entonces, ninguno de los dos conducíamos, e ir a Boadilla en transporte público desde Móstoles era una odisea. Ríete tú de la travesía de Ulises y compañía.

Al llegar, nos explicó los “detalles” sin pestañear, sin vacilaciones: habría drogas, cámaras, otras personas… y tres perros. Tres gran daneses entrenados para “participar” en la sesión cuando fueran requeridos.

Conoceríamos a la mujer que lideraría el evento nada más verla, porque llevaría un corsé negro con una especie de falo de látex incorporado. Nosotros, al principio, solo tendríamos que mirar. Después, participar cuando se nos indicase y, sobre todo, no hablar de lo visto.

Dani aceptó sin pensarlo. Yo no. Me fui antes de que terminara de hablar.

—¿Dónde vas tan rápido, guapo? —me gritó entre carcajadas La Yuliana, con su voz de cazallera.

Sin mirar atrás y oyendo la risa de Dani y de la vieja como telón de fondo, salí de allí como alma que lleva el diablo. Cogí el autobús con el estómago encogido y el alma difusa. No por lo que se proponía hacer, que también —una cosa es imaginarlo y otra vivirlo—, sino porque estuve a punto de aceptar. Esa noche fue mi catarsis.

Al día siguiente me planteé no volver a La Tapadera. Corté con todo. Me concentré en mis estudios, terminé la carrera y me alejé de ese mundo como quien sale de una casa en llamas sin mirar atrás.

De Dani no supe nada durante años. Hasta que un día me encontré con sus padres por la Avenida de la Constitución y me contaron que vivía en las ruinas de una fábrica abandonada en el polígono de Urtinsa, en Alcorcón. Iba sucio, drogado, intercambiando su cuerpo por comida o cigarrillos. Fui una vez. Lo vi de lejos. No sé si me reconoció. Yo a él, casi tampoco.

No tuve valor para hablar con él. Fui un puto cobarde. Nunca volví.

A veces sueño con los perros. Han pasado ya casi veinte años. Me despierto en la noche al lado de mi mujer. En los sueños nunca ladran; no les hace falta. Solo me miran y me traspasan el alma. Después, abro los ojos en medio de la noche, con un sentimiento de culpa que solo Dios y yo podemos entender. Porque a nadie más se lo he contado. Sé que Él me ha perdonado. Aun así, manda a esos terribles cancerberos del inframundo para que me atormenten en sueños y nunca olvide aquella época de mi vida en la que estuve a punto de cruzar todas las líneas rojas.

No sé quién es J.D_1993. No sé si este relato es real, si exageró partes o si todo es cierto hasta el último detalle. Pero algo me dice que hay verdad en sus palabras. Esa verdad que se huele entre líneas. Una verdad que huele a una mezcla de cocaína, látex y pienso para perros.

Quizá él encontró alivio al contarlo, como quien deja una piedra demasiado pesada en mitad del camino. O quizá —y esto me estremece aún más— lo hizo con la esperanza de que alguien, algún chaval que esté a punto de cruzar esas mismas líneas, lea su historia y se detenga a tiempo. Porque no todos salen. Algunos quedan atrapados en ese mundo como moscas en la miel, conservando la apariencia de lo que fueron, pero vacíos por dentro. Con el alma rota en mil astillas de fino vidrio y el cuerpo hecho jirones.

Algunos creen que pueden entrar, disfrutar del juego y salir indemnes. Que controlan la situación. Que solo es un trabajo más. Pero el precio no siempre es inmediato ni visible. A veces te das cuenta tarde, y cuando ya no te reconoces frente al espejo, o cuando te despiertas en un sitio del que no sabes salir, es demasiado tarde.

La historia de J.D_1993 no es solo un testimonio; es una advertencia disfrazada de confesión. Y ojalá quienes la lean entiendan que hay límites que, una vez cruzados, no tienen vuelta atrás. Porque la purpurina brilla solo al principio. Después, se pega a la piel. Y cuesta una vida entera quitársela. A veces, incluso habiendo pasado los años, sigue viéndose sobre la piel desnuda cuando uno se despierta en la inmensa y ominosa noche.

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